Si miramos el contexto histórico de la mujer a finales del siglo XVIII, cuando se data el nacimiento del alpinismo con la primera ascensión al Mont Blanc (4.808 m) por Jacques Balmat y Michel Paccard, la mujer vivía en una sociedad en la que era prácticamente invisible en todos los ámbitos que iban más allá de la familia y las tareas domésticas. No tenía derecho a votar, el acceso a enseñanzas superiores o científicas era muy restringido y viajar largas distancias, subir montañas o participar en expediciones era prácticamente imposible para la mayoría. También las convenciones de vestimenta y la percepción de la fragilidad femenina las limitaban física y socialmente. Así que no es de extrañar que nos encontremos con una historia del alpinismo escrita estrictamente por hombres.
Sin embargo, siempre ha habido mujeres que, pese a los obstáculos sociales, han roto patrones. A partir del siglo XIX encontramos las primeras pioneras en la montaña, pero los historiadores e historiadoras se encuentran a menudo con un problema: muchas de estas mujeres no se daban a conocer con su nombre real para proteger su identidad o, en muchos casos, habían cambiado su nombre al casarse, adoptando el del marido. Todo ello dificulta la búsqueda de sus metas en el mundo del alpinismo.
Y a pesar de haber ido ganando terreno a lo largo del siglo XX, todavía nos encontramos dentro de una sociedad heredera de un machismo normalizado. Y, aunque la ley ya no nos limita en muchos aspectos, sí que lo hace un pensamiento generalizado con absurdas convicciones sobre la naturaleza de la mujer y del hombre. La propia montañera Sonia Livanos, que con su marido Georges logró muchas vías difíciles en los años sesenta y setenta, dijo una vez: «Hasta la fecha no existe ninguna mujer que se pueda calificar de gran montañera en el verdadero sentido de la palabra. No es la naturaleza de la mujer vivir por una causa. La mujer vive por alguien. La mujer se sacrifica, no crea y no inventa. Su papel no es nada secundario; simplemente es diferente, y sí, necesario.”
Si contemplamos a la mujer en el mundo del alpinismo, hemos tardado muchos años en poder alcanzar las mismas metas que nuestros compañeros. No fue hasta la segunda parte del siglo XX que grandes alpinistas como Yvette Vaucher —que se convirtió en la primera mujer en escalar por la cara norte el Matterhorn en 1965 junto con su marido— o Catherine Destivell —que escaló la misma montaña por la misma vertiente en el año 1992 en solitario y en estilo invernal. Y, si miramos la consecución de los 14 ochomiles sin oxígeno artificial —logrado por primera vez por Reinhold Messner en 1986—, las mujeres tardamos 25 años más en alcanzar este objetivo: Edurne Pasaban en el 2010 (con oxígeno artificial) y Gerlinde Kaltenbrunner en el 2011. Si pensamos en los siglos en los que la mujer ha sido invisibilizada y reprimida, 25 años me parecen pocos por haber llegado a ese nivel.