La compañía de guías de Chamonix, localidad de referencia a los pies del Mont Blanc, se puso de gala en el verano de 2021 para celebrar sus doscientos años de existencia, lo que viene a ser también, pero solo en cierta manera, la fiesta del alpinismo. Se asume que el gesto de escalar montañas por el puro placer de conquistarlas, de medirse con sus caprichos, trampas y desafíos, nació exactamente el 8 de agosto de 1786, cuando Jacques Balmat, en el papel de guía, y el médico Michel-Gabriel Paccard, en el de instigador, lograron la primera ascensión al Mont Blanc. Pero fue una tragedia, la muerte en un mismo accidente de los guías Auguste Tairraz, Pierre Balmat y Pierre Carrier, en 1821, la que aceleró la creación de la compañía para ayudar a sus viudas e hijos y repartir el incipiente trabajo de forma equitativa. Escalar montañas se convirtió rápidamente en un negocio. Sin embargo, todo había empezado siendo un juego, un entretenimiento inventado por la aristocracia.
Las montañas siempre han estado ahí fuera, y estando ahí cabía escalarlas, tal y como dijo George Mallory cuando se le preguntó, a principios del siglo xx, por qué deseaba ser el primero en alcanzar la cima del Everest. Las montañas siempre han estado para asustar al ser humano, para estimular su imaginación, para dar fe de su indiferencia. Sin embargo, escalarlas, someterlas, entenderlas o desafiarlas es una cuestión sumamente reciente, el resultado de la combinación de varios factores que tardaron siglos en darse. Pastores, cazadores, iluminados o curiosos ya se habían encaramado desde la prehistoria a muchas montañas, las sencillas, las que solo exigían caminar sobre la hierba, la tierra o las piedras para alcanzar su punto más alto, pero su impulso se detenía indefectiblemente ante las grandes dificultades, especialmente en aquellas que presentaban glaciares y nieves perpetuas. Los más osados llegaron a asomarse a la alta montaña a la caza de algún tesoro desconocido. Ninguno perseguía la gloria de la cima: ascender a lo más alto sencillamente carecía de sentido, no tenía valor alguno. Eso vendría mucho más tarde, hace bien poco, en realidad. Los primeros mapas dejaban un espacio en blanco allá donde se ubicaban las montañas, como desiertos que el ser humano no explora si no es para pasar de un punto a otro. Con esto, pisar las nieves perpetuas asustaba: nadie sabía lo que puede ocurrir en el espacio blanco, nadie necesitaba exponerse, a nadie se le había perdido nada allá arriba… Así que, con el siglo xviii a punto de morir, las grandes montañas seguían vírgenes, incluso en el corazón de Europa.
Entre los primeros visitantes extranjeros del valle de Chamonix hubo algunos ingleses que viajaban armados hasta los dientes, convencidos como estaban de que el lugar se hallaba infestado de ladrones. Seducidos por unos exuberantes glaciares que se derramaban ladera abajo, los ingleses hicieron tan buena publicidad que enseguida llamaron la atención de aristócratas y burgueses, quienes supieron encontrar una razón para adentrarse allí donde nadie había ido. Los científicos de la época también vieron la excusa ineludible para asomarse a las montañas y poner en cuestión o confirmar la sabiduría heredada explorando por sí mismos los territorios desconocidos. Entusiasta como pocos, el aristócrata suizo, físico, geólogo y naturalista Horace-Bénédict de Saussure se obsesionó con el Mont Blanc y en 1760 ofreció una recompensa a los que lograsen su primera ascensión. Los chamoniards Paccard y Balmat fueron los primeros, dieciséis años después, pero Saussure (y los dieciocho guías que lo acompañaban) alcanzaría la cima un año más tarde para coronarse como padre del alpinismo. Los representantes de las clases altas tiraban de guías no por falta de actitud, sino porque extendieron a la montaña su costumbre de viajar y vivir con criados. Cazadores, buscadores de cristales, pastores o agricultores abrían el camino, ofrecían su experiencia en terrenos quebrados, sus trucos que los hacían imprescindibles: piezas de metal en las suelas, bastones largos y firmes, un hacha en la manopara tallar peldaños en la nieve dura… También llevaban la mochila, los alimentos y lo que hiciese falta para que el que les pagaba caminase sin peso. De la noche a la mañana, los burgueses habían fabricado una razón para acudir a la montaña: descubrir sus cimas en nombre de la ciencia, las mediciones de cualquier tipo, la cartografía… Pero en el fondo se enmascaraba el deseo de hacerlo porque sí. Y los que acompañaban a la burguesía lo hacían convencidos por la promesa de una paga generosa.
En 1904, el marqués Pedro Pidal se ató con su exclusiva cuerda comprada en Londres al pastor Gregorio Pérez Demaría, conocido como el Cainejo, para firmar una alucinante primera ascensión al Naranjo de Bulnes o Picu Urriellu, coloso de los Picos de Europa. Mucho antes, en el Pirineo, en 1802, el barón Louis Ramond de Carbonnières descubrió el Monte Perdido y se convirtió en el padre del pirineísmo.
En 1979, el profesor de Historia Antigua Paul Veyne publicó en la revista L’Histoire un texto que recorre los primeros pasos del alpinismo a instancias de la burguesía: «En 1920 los burgueses se dan cuenta de que podían haber prescindido mucho antes de los guías: arranca el gran alpinismo contemporáneo, el que prescinde de ellos. ¿Es que faltan lacayos? En absoluto: bajo el nombre de “deporte”, la actividad física se considera, de pronto, honorable. Enseguida, la técnica mejora y llegan tanto los crampones como el sexto grado en escalada». Si el alpinismo obliga a cierta actividad física, no nace como un deporte al uso sino como un acto donde se admira no tanto la destreza como la valentía; es una actividad de exploración de un mundo desconocido que, con el paso del tiempo, a muchos servirá como reto psicológico o ejercicio de introspección.
El alpinismo arrancó como un juego de intelectuales que poseían tiempo, imaginación y el derecho a inventar, tal y como expone Veyne en su texto, pero en el siglo xx también el público abrazó una actividad cuyos ecos fascinantes ya habían alimentado pinturas, fotografías y páginas de literatura. Entre los años sesenta y finales de los ochenta se lograron avances gigantescos en el mundo del alpinismoy de la escalada traídos por individuos de todas las clases sociales. Muchos de ellos compartían dos pasiones: las montañas y las drogas. Todos cayeron bajo el hechizo de un entretenimiento en el que ni las penurias ni los peligros mortales menoscababan el placer extraído, el encanto de osar, de descubrir, de sentirse en comunión con el medio natural. Democratizada la pasión por la montaña, alcanzadas las cimas más altas, logrados los objetivos más descabellados, el reto más atractivo pasa, al parecer, por seguir explicando de forma convincente (nunca definitiva) qué encuentran allí arriba los que sienten el deseo de regresar una y otra vez.
Como tantos otros, empecé a recorrer caminos de montaña de la mano de mis padres, desde pequeño. No puedo decir que me entusiasmase caminar, pasar frío o calor, madrugar… Sencillamente, existían otras actividades más atractivas para un crío. Pero había algo misterioso, un presagio de cierta grandeza en el hecho de mirar el mundo desde lo alto de una cima, por modesta que fuese. No me seducía la idea de subir para tener que bajar, pero me intrigaba la relación con los peligros que a veces referían mis padres y sus amigos. Y no dejaba de preguntarme por qué íbamos tanto a la montaña si resultaba tan amenazadora. ¿Acaso éramos héroes que acertábamos a superar las traiciones del camino? Se trataba de pensamientos que no conseguía formular en voz alta, así que pronto acudí a los libros de alpinismo que hallé en las estanterías de nuestro salón. Esperaba encontrar razones. Explicaciones. No siempre fue así, pero de esa pequeña frustración nació un interés aún mayor. Las fotografías eran magníficas y revelaban un mundo desconocido, frío, salvaje y lejano. Pero escondían demasiadas cosas. Como a tantas otras generaciones de alpinistas, la literatura de montaña me permitió empezar a entender las motivaciones de los escaladores, sus contradicciones, su dolor ante la muerte de compañeros, y empecé a buscar cada vez con más intriga las razones para exponer su vida. ¿Qué narices había allí arriba que tanto obsesionaba a unos pocos? El alpinismo siempre ha sido una fábrica fabulosa de relatos que me han acompañado desde que los primeros libros escritos por Reinhold Messner cayeron en mis manos. Creo que es la actividad física al aire libre que más trabajos literarios ha suscitado y son legión los alpinistas que decidieron serlo tras leer libros icónicos como , Séptimo grado o
Los conquistadores de lo inútil. En paralelo, empecé a descubrir que el alpinismo no era el ejercicio más respetado y popular: las críticas ante la muerte de cualquier montañero, fuese o no famoso, se revelaban feroces e incluso existían numerosas voces que condenaban con saña el montañismo. A todos los críticos deseaba explicarles que el alpinismo resulta inexplicable: sería preciso penetrar en la mente de todos y cada uno de los que lo practican y descubrir sus motivaciones intrínsecas para acabar concluyendo, sin remedio, que todas pueden resultar lícitas. ¿Acaso no se supone que somos libres? El valor de las grandes gestas de montaña no se mide por el número de medallas acumuladas, como en los Juegos Olímpicos, sino por el valioso relato de lo vivido. Sin literatura, creo, el alpinismo pierde todo su interés, su atractivo, y queda en un mero gesto técnico, mecánico, de ida y vuelta. El alpinismo ha de explicarse, si bien muchos alpinistas consideran una pérdida de tiempo tratar de transmitir a los profanos qué ofrece la montaña. De forma casi inconsciente, mi labor como periodista me ha llevado a defender el alpinismo por encima de los aparentes sinsentidos que pueblan su generosa historia, estando avisado de las enormes contradicciones que manejan los alpinistas. En última instancia, a falta de verdades absolutas y ante la imposibilidad de justificar lo injustificable, el alpinismo nos regala relatos que van, como los capítulos de este libro, desde el nivel del mar hasta más allá de los ocho mil metros de altitud. Los relatos que vienen a continuación son una recopilación de las historias que constituyen la columna vertebral literaria de mi pasión por las montañas, acontecimientos y vivencias de otros que me han acompañado desde que tengo recuerdos como si fuesen una segunda piel. Son nombres y apellidos, montañas, paredes, glaciares que se agitan en mi cabeza, que vienen y van creando una suerte de escaparate inerte al que hombres y mujeres han dado sentido buscándose, y perdiéndose, a veces para siempre. Puede que el alpinismo sea el más inútil de todos los gestos posibles imaginados por el ser humano, pero, al menos, habrá servido para alimentar relatos que durante décadas han sido el combustible de los sueños.