SIETE AÑOS EN EL TÍBET

MOLT MÉS QUE UN VIATGE EN UN TERRITORI HOSTIL

Fragment del llibre ‘SIETE AÑOS EN EL TÍBET’, escrit per en HEINRICH HARRER,
traduït per ISABEL HERNÁNDEZ i publicat per LIBROS DEL ASTEROIDE
Un clàssic essencial de la literatura d’aventures: la increïble història real de la fugida de Harrer a través de l’Himàlaia fins al Tibet amb el teló de fons de la Segona Guerra Mundial.

El 1939, l’esclat de la guerra va sorprendre una expedició alemanya a l’Índia que intentava escalar el Nanga Parbat. Els seus membres van ser empresonats pels britànics en un camp de presoners. Un d’ells, l’austríac Heinrich Harrer, va aconseguir sortir del camp i arribar al Tibet, un país neutral, però on els estrangers tenien prohibida l’entrada. Juntament amb el seu compatriota Peter Aufschnaiter va recórrer més de dos mil cinc-cents quilòmetres a peu per arribar a Lhasa, la ciutat prohibida, on, després d’imbuir-se de la llengua i la cultura tibetanes, es convertiria en mestre i amic del jove Dalai Lama.

Publicat per primera vegada el 1952 i considerat un clàssic de la literatura d’aventures, Siete años en el Tíbet és la crònica apassionant de l’epopeia de Harrer, del seu heroic viatge per un dels territoris més hostils de la terra, i dels anys que va passar al Tibet feudal, abans de l’annexió xinesa del país, un lloc que pocs occidentals havien visitat fins aleshores. La seva no és només una història de coratge i perseverança, sinó també una mirada sense precedents a un món que vivia, sense saber-ho, els seus últims dies.

PRÓLOGO

Todos los sueños que se tienen en la vida empiezan cuando uno es joven.

Ya de niño las hazañas de los héroes de nuestro tiempo me entusiasmaban mucho más que todo lo que pudieran enseñarme en el colegio. Mis modelos fueron los hombres que se lanzaban a explorar tierras desconocidas, los que se proponían medir sus fuerzas en competiciones deportivas pasando penas y privaciones o los conquistadores de las cumbres del mundo: ¡mi deseo de imitarlos no tenía límites!

Sin embargo, me faltaban los consejos y la orientación de personas experimentadas, así que tardé muchos años en darme cuenta de que nunca se pueden perseguir varios objetivos al mismo tiempo. Después de probar casi todas las disciplinas deportivas sin conseguir ningún éxito que lograra satisfacerme, decidí centrarme en las dos que siempre me habían gustado más por su estrecha relación con la naturaleza: el esquí y el alpinismo.

A fin de cuentas, había pasado la mayor parte de mi infancia en las montañas de los Alpes, así que comencé a dedicar todo el tiempo libre que me dejaban los estudios a la escalada, en verano, y al esquí, en invierno. Muy pronto los pequeños éxitos fueron aguijoneando mi ambición y gracias a un duro entrenamiento logré vestir los colores del equipo olímpico austriaco en 1936. Un año después, gané la prueba de descenso en los Campeonatos Mundiales Universitarios.

Mi participación en estas y otras competiciones me hizo experimentar algo muy estimulante: el éxtasis de la velocidad y la maravillosa sensación de ver recompensado un gran esfuerzo con la victoria. Pero el triunfo sobre adversarios humanos y el reconocimiento público no me bastaban, y pronto comencé a darme cuenta de que lo único que realmente contaba para mí era medir mis fuerzas con las montañas. Así que pasé meses enteros entrenando en roca y hielo hasta que llegué a estar tan en forma que ninguna pared me parecía inconquistable. Por el camino, también tuve algunos problemas y me tocó pagar caro el aprendizaje. Una vez sufrí una caída de cincuenta metros y sobreviví casi de milagro, y las heridas leves eran algo constante.

Por supuesto, volver a la universidad me resultaba duro. Pero no puedo quejarme, porque la ciudad me dio la oportunidad de poder estudiar una cantidad enorme de libros de alpinismo y viajes. Y mientras devoraba todos esos libros, el gran objetivo, el sueño de todo montañero, comenzaba a dibujarse con mayor claridad en mi interior, abriéndose paso entre una maraña de deseos inicialmente vagos: ¡formar parte algún día de una expedición al Himalaya! Pero ¿cómo podría un hombre completamente desconocido como yo esperar que un sueño tan ambicioso se cumpliera? ¡El Himalaya! Para llegar hasta allí había que ser muy rico o, al menos, ser miembro de la nación cuyos hijos —todavía por aquellos años— tenían la oportunidad de trabajar en la administración públicade la India. Sin embargo, para alguien que no era rico ni pertenecía al Imperio británico solo había un camino: hacer algo que atrajera de tal forma la atención pública que las autoridades competentes no pudieran ignorarlo cuando surgiera una de aquellas escasas oportunidades.

Pero ¿el qué? ¿Acaso no se habían coronado ya todas las cumbres de los Alpes? ¿No se había conquistado cada cresta y cada pared en expediciones a menudo increíblemente audaces? ¡No! Aún quedaba una, la más alta y difícil de todas: ¡la cara norte del Eiger! Ningún equipo de alpinistas había llegado a coronar sus dos mil metros de altura; todos habían fracasado antes de alcanzar el objetivo y muchos se habían dejado la vida en el intento. Circulaban un sinfín de leyendas en torno a este enorme muro de roca y al final el Gobierno suizo incluso había prohibido escalarlo.

Sin duda, este era el gran objetivo que buscaba. Conquistar la cara norte del Eiger tenía que ser mi billete de ida al Himalaya. Poco a poco, comenzó a madurar en mí la decisión de intentar lo que parecía casi imposible. Y finalmente, tal como se describe en varios libros, en 1938 logré escalar la temida pared junto con mis camaradas Fritz Kasparek, Anderl Heckmaier y Wiggerl Vörg.

El otoño de ese mismo año lo aproveché para seguir entrenándome diligentemente, siempre con la esperanza de que me invitaran a participar en la expedición alemana al Nanga Parbat prevista para el verano de 1939. Pero llegó el invierno y no ocurrió nada. Los elegidos para el viaje de reconocimiento a esta fatídica montaña de Cachemira fueron otros, y yo no tuve más remedio que firmar con el corazón encogido un contrato para participar en una película de esquí.

El rodaje estaba ya muy avanzado cuando de repente me llegó una llamada de larga distancia. ¡La anhelada invitación para participar en la expedición al Himalaya! ¡Y debía partir al cabo de cuatro días! No lo pensé ni un momento: sin dudarlo, rompí mi compromiso con la película, conduje hasta Graz, mi ciudad natal, pasé un día preparando el equipaje y al siguiente ya estaba rumbo a Amberes, vía Múnich, junto con Peter Aufschnaiter, el jefe de expedición de aquel viaje al Nanga Parbat organizado por los alemanes Lutz Chicken y Hans Lobenhoffer, los otros miembros del grupo.

Hasta entonces, los cuatro intentos previos de alcanzar la cumbre del Nanga Parbat, con sus ocho mil ciento veinticinco metros de altura, habían fracasado. La montaña se había cobrado muchas vidas, por lo que la idea era buscar una nueva ruta de ascenso. Esa era nuestra misión, con el objetivo de intentar un nuevo asalto a la cumbre al año siguiente.

En este viaje al Nanga Parbat acabé sucumbiendo al mágico hechizo del Himalaya. La belleza de sus gigantescas montañas, la inmensa extensión del país, la extraña gente de la India: todo ello ejerció en mí un influjo indescriptible.

Han pasado muchos años desde entonces, pero nunca he podido librarme de la atracción de Asia. En las páginas siguientes intentaré describir de qué forma ocurrió todo y, como no tengo la experiencia de un escritor, no registraré más que los meros acontecimientos.

CAMPO DE PRISIONEROS E INTENTOS DE FUGA

A finales de agosto de 1939 la expedición había terminado con éxito. Después de cumplir nuestro objetivo y descubrir una nueva vía de escalada, nos encontrábamos en Karachi esperando al buque de carga que nos llevaría de vuelta a Europa. El barco llegaba con mucho retraso y los nubarrones de la segunda guerra mundial se cernían cada vez más espesos sobre nuestras cabezas. La policía secreta ya había comenzado a tejer su red sobre nosotros, así que Chicken, Lobenhoffer y yo decidimos buscar una ruta de regreso alternativa. El único que se quedó en Karachi fue Aufschnaiter, que a pesar de haber combatido en la primera guerra mundial era incapaz de creer que estuviera a punto de estallar una segunda.

El resto planeamos abrirnos paso hacia Persia para regresar a casa desde allí. Logramos quitarnos de encima con relativa facilidad a nuestras «sombras» y, después de conducir un destartalado vehículo durante unos cientos de kilómetros de terreno desértico, llegamos a Las Bela, un pequeño principado al noroeste de Karachi. Una vez allí el destino se apresuró a salir a nuestro encuentro: de repente, con el pretexto de que necesitábamos protección, nos vimos custodiados por ocho soldados, lo que a efectos prácticos significaba que estábamos detenidos, aunque Alemania y la Commonwealth británica todavía no estaban en guerra.

Acompañados por esta escolta nos devolvieron rápidamente a Karachi, donde nos encontramos de nuevo con Peter Aufschnaiter. Dos días más tarde Inglaterra declaró la guerra a Alemania. Después de eso todo sucedió con la precisión de un reloj: no habían pasado ni cinco minutos de la declaración de guerra cuando veinticinco soldados hindúes armados hasta los dientes irrumpieron en el jardín del restaurante donde nos encontrábamos y nos sacaron de allí. Un coche de policía nos condujo a un campo de internamiento ya acondicionado y rodeado por una alambrada de espino, aunque en realidad no estaba pensado más que como «campo de tránsito», porque catorce días después nos trasladaron al gran campo de prisioneros de Ahmednagar, cerca de Bombay.

Allí, hacinados en tiendas y barracones, convivimos con los demás prisioneros, enfrascados en conversaciones exaltadas y enfrentando nuestras distintas opiniones. No, definitivamente aquello no tenía nada que ver con las luminosas y solitarias cumbres del Himalaya. ¡Ese lugar no estaba hecho para un hombre amante de la libertad! Así que de inmediato empecé a pensar en urdir un plan de fuga. Como es natural, yo no era el único en albergar tales propósitos. Con la ayuda de otros compañeros conseguimos brújulas, dinero en efectivo y mapas que habían escapado a los registros. Incluso nos hicimos con guantes de piel y unos alicates, cuya desaparición del almacén de los ingleses acarreó un estricto registro que, sin embargo, no dio ningún resultado.

Como todos creíamos que la guerra acabaría pronto, íbamos retrasando constantemente nuestros planes de fuga. Pero un día, de repente, nos trasladaron a otro campo. Se organizó un convoy de camiones con destino a Deolali. En cada camión viajábamos dieciocho prisioneros vigilados por un solo soldado hindú que llevaba el fusil atado al cinturón con una cadena para que nadie pudiera quitárselo. La cabeza, el centro y el final de la columna, sin embargo, iban escoltados por camiones llenos de guardias.

Lobenhoffer y yo habíamos tomado la firme decisión de escapar antes de llegar al nuevo campo, donde podían surgir dificultades que truncaran nuestros planes de huida. Así que nos sentamos en los dos asientos traseros del camión, con la suerte, además, de que la carretera estaba llena de curvas y, de vez en cuando, unas espesas nubes de polvo nos ocultaban por completo. Eso tenía que darnos la oportunidad de saltar y desaparecer en la jungla sin ser vistos. Que nuestro guardia pudiera pillarnos era improbable, porque al parecer estaba más ocupado en vigilar el camión que iba delante y solo muy de vez en cuando se volvía hacia nosotros.

Así pues, la huida no nos parecía demasiado difícil y nos arriesgamos a dejarla para el momento oportuno, porque nuestra idea era cruzar a un enclave portugués neutral y la ruta del convoy pasaba muy cerca de uno de ellos.

Por fin llegó el momento. Saltamos del camión y yo eché a correr hacia una pequeña hondonada situada a unos veinte metros de la carretera, donde me oculté detrás de un arbusto. Justo entonces, y para mi espanto, toda la caravana se detuvo. Los estridentes silbatos, los gritos y las carreras de los guardias apenas dejaban duda de lo ocurrido. Tenían que haber descubierto a Lobenhoffer, y como él llevaba la mochila con las provisiones, a mí no me quedaba otro remedio que renunciar también a mi plan de fuga. Por suerte conseguí volver a subir al camión sin que ningún soldado me viera. Solo mis camaradas sabían que yo también había intentado huir y, naturalmente, no dijeron nada.

En ese momento vi a Lobenhoffer: estaba con las manos en alto frente a una fila de soldados con bayonetas. Nuestro intento de huida había fracasado. Y, sin embargo, mi amigo no tenía la culpa. Al parecer había hecho un poco de ruido al saltar con la pesada mochila en la mano, eso había llamado la atención de nuestro guardia y lo habían capturado antes de que pudiera alcanzar la protección de la jungla. Aquel incidente nos enseñó una lección amarga pero útil: incluso en una huida conjunta cada uno debía llevar un equipo completo.

Ese mismo año volvieron a trasladarnos de campo. Nos subieron a unos vagones de tren y nos llevaron hasta los pies del Himalaya, al mayor campo de prisioneros de la India, situado a pocos kilómetros de la ciudad de Dehradun. Un poco más arriba estaba Mussoorie, una de las llamadas hillstations, las residencias de verano de los ingleses y los hindúes ricos. Nuestro campo se componía de siete grandes secciones, todas ellas rodeadas de una alambrada doble. Además, el perímetro del recinto estaba protegido por otras dos cercas, y en el espacio que quedaba entre ellas los guardias patrullaban constantemente.

Así pues, se trataba de una situación por completo diferente. Mientras estuvimos recluidos en los campos de la llanura hindú, la meta de nuestros planes de fuga siempre había sido alcanzar una de las colonias portuguesas neutrales. Pero aquí teníamos el Himalaya directamente a nuestros pies. Para un escalador, ¡qué tentadora resultaba la idea de llegar al otro lado, al Tíbet, atravesando puertos de montaña! Por eso comenzamos a pensar en las líneas japonesas en Birmania o China como destino definitivo.

Obviamente, una huida así tenía que prepararse con especial minuciosidad. En aquel momento ya se habían diluido nuestras esperanzas de que la guerra terminara pronto, así que empecé a organizar la nueva empresa de manera sistemática. La fuga a través de la India, densamente poblada, no era una opción, porque para atravesar el país era imprescindible disponer de grandes sumas de dinero y un perfecto conocimiento del inglés, y yo carecía de ambos. Así pues, estaba claro que la única alternativa pasaba por el despoblado Tíbet y ¡el Himalaya! Incluso en el caso de que mi plan no saliera bien, un breve periodo de libertad en las montañas merecía el riesgo.

Para empezar, aprendí un poco de indostánico, tibetano y japonés a fin de poder entenderme con los lugareños. Luego, devoré todos los libros de viajes sobre Asia que encontré en la biblioteca del campo, en especial los de las regiones por las que probablemente transcurriría mi viaje, tomé notas y copié los mapas más importantes. Peter Aufschnaiter, que también había acabado en Dehradun, conservaba aún algunos de nuestros libros y mapas de la expedición. Continuó trabajando en ellos con un ardor infatigable y de manera totalmente desinteresada puso a mi disposición sus apuntes. Yo hice dos copias de todo, una para la huida y otra de reserva por si el original se perdía.

Para huir por una ruta de esas características era igual de importante la forma física. Así que dedicaba muchas horas diarias a entrenarme. Daba igual si el tiempo era bueno o malo: yo cumplía el plan que me había impuesto a mí mismo. Y algunas noches las pasaba en vela para estudiar los hábitos y los horarios de los centinelas.

Lo que más me preocupaba, sin embargo, era otra dificultad completamente diferente: tenía muy poco dinero. Aunque ya había vendido todo aquello de lo que podía prescindir, la cantidad de la que disponía resultaba del todo insuficiente para cubrir las más mínimas necesidades en el Tíbet, y ello sin tener en cuenta los sobornos y los regalos, tan necesarios en Asia. A pesar de ello seguí trabajando de forma sistemática y algunos amigos, que no tenían planes de fuga, me ayudaron.

Al principio de mi internamiento yo no había firmado la denominada «libertad condicional» que permitía disfrutar de los permisos del campo, porque no quería sentir que traicionaba mi palabra si de repente surgía una oportunidad de fuga. Pero aquí, en Dehradun, podía y debía hacerlo: las «excursiones» servían para inspeccionar los alrededores del campo.

En un principio me había propuesto escapar yo solo para no tener que estar pendiente de nadie, porque eso quizá podía mermar mis opciones. Pero un día, mi amigo Rolf Magener me contó que un general italiano estaba planeando una huida similar. Yo ya había oído hablar de él, así que una noche Magener y yo escalamos la alambrada para llegar a la sección en la que estaban recluidos los generales italianos, un total de cuarenta.

Mi futuro compañero se llamaba Marchese y tenía el aspecto típico de un italiano. Tenía algo más de cuarenta años, era delgado, de buenas maneras y, comparado con nosotros, iba elegantemente vestido. Pero lo que me causó una impresión muy favorable fue su buena condición física.

Al principio tuvimos dificultades para entendernos. Él no hablaba alemán, yo no hablaba italiano y ninguno de los dos sabía mucho inglés, así que, con ayuda de un amigo, terminamos conversando en un francés chapucero. Marchese me habló de la guerra de Abisinia y de un intento de fuga previo en otro campo de internamiento.

Por suerte el dinero no era problema para él, porque cobraba el sueldo de un general inglés y, además, para la fuga conjunta tenía la posibilidad de conseguir cosas con las que yo no habría podido ni soñar. Lo que él necesitaba, por su parte, era un compañero que estuviera familiarizado con el Himalaya, así que nos pusimos rápidamente de acuerdo y decidimos que yo me encargaría de planificarlo todo y él, a su vez, conseguiría el dinero y el material necesarios.

Varias veces a la semana escalaba la valla para comentar con Marchese los detalles del plan, y gracias a eso me convertí en un verdadero experto en este tipo de alambradas. Como es natural, existían varias vías posibles para la huida, pero en nuestro caso una me parecía particularmente prometedora: a lo largo de las dos alambradas que rodeaban todo el complejo se erigían, cada setenta metros más o menos, unas torretas de vigilancia cubiertas por un puntiagudo tejado de paja que protegía a los centinelas del ardiente calor de la India. ¡Si conseguíamos trepar hasta uno de esos tejados podríamos superar las dos alambradas a la vez!

En mayo de 1943 todos los preparativos estaban listos. Habíamos conseguido dinero, provisiones, una brújula, relojes, calzado y una pequeña tienda de campaña.

Una noche decidimos intentarlo. Como ya había hecho tantas veces, escalé la alambrada para llegar a la sección de Marchese. Allí teníamos preparada una escalera de mano que nos habíamos llevado a escondidas hacía tiempo aprovechando un pequeño incendio. La apoyamos contra la pared y esperamos ocultos detrás de un barracón. Era cerca de medianoche y en diez minutos habría un relevo de centinelas. A paso lento, y visiblemente preparados para el cambio de guardia, seguían yendo de un lado a otro. Pasaron varios minutos hasta que llegaron al lugar que habíamos elegido. Justo en ese momento la luna se alzó lentamente sobre las plantaciones de té. Los grandes focos eléctricos proyectaban pequeñas sombras dobles. Había llegado el momento: ¡ahora o nunca!

Los dos centinelas se encontraban en el punto más alejado posible de nosotros. Me incorporé y salí de nuestro escondite, cogí la escalera y me apresuré hacia la alambrada. Apoyé la escalera contra la cerca, subí y corté los alambres de la parte superior que impedían escalar hasta el techo de paja de la torreta. Con una pértiga larga, Marchese sujetaba el resto de la alambrada, lo que me permitió deslizarme hasta el tejado.

Habíamos convenido que en cuanto yo llegara arriba él me seguiría de inmediato mientras yo mantenía separados los alambres con las manos. Pero no lo hizo, vaciló unos segundos atroces, convencido de que ya era demasiado tarde, y los centinelas se acercaban. Y en efecto, ¡oía sus pasos! Decidí no dejarle más tiempo para pensar; sin vacilar, lo agarré de los brazos y lo icé de un tirón. Nos arrastramos por el tejado y luego nos dejamos caer pesadamente al otro lado, en medio de la libertad.

La operación no había transcurrido precisamente en silencio. Los centinelas dieron la voz de alarma y empezaron a disparar. Por suerte, mientras las primeras balas rasgaban la noche, la espesa jungla ya nos había tragado.

Con su temperamento sureño lo primero que hizo Marchese fue abrazarme y besarme, pero en realidad no era el momento adecuado para manifestaciones de alegría. Las bengalas se elevaban en el cielo y los silbidos cercanos delataban que los guardias nos pisaban los talones. Corrimos para salvar nuestras vidas y avanzamos con gran rapidez tomando varios atajos, puesto que yo conocía muy bien la zona de jungla próxima al campo gracias a las excursiones de inspección que había realizado. Rara vez utilizamos los caminos y las pocas aldeas las rodeamos con sumo cuidado. Al principio apenas notábamos las mochilas, pero luego sí que empezamos a acusar el peso de la carga.

En uno de los pueblos los lugareños comenzaron a tocar los tambores y en un primer momento nuestra imaginación nos hizo pensar que estaban dando la voz de alarma. Todo eran dificultades que uno apenas puede imaginar en países habitados solo por blancos. En Asia el sahib* siempre viaja en compañía de sirvientes y nunca carga más de una mínima pieza de equipaje, así que ¿cómo no iban a llamar la atención dos europeos cruzando la jungla a pie y tan cargados?

HEINRICH HARRER

(Hüttenberg, Àustria, 1912 – Friesach, Àustria, 2006) va ser un famós esquiador i alpinista que va entrar a formar part de l’equip austríac d’esquí alpí als Jocs Olímpics de 1936. També va ser membre de l’equip que va completar el 1938 la cobejada primera ascensió a la cara nord de l’Eiger a Suïssa -conegut com la “Paret Assassina”-, una aventura que va narrar al seu llibre La araña blanca (1959). El 1939 va viatjar a l’Índia com a part d’una expedició al Nanga Parbat finançada pels nazis. El que li va passar després ho va narrar a Siete años en el Tíbet (1952), un llibre que ha venut milions d’exemplars i del qual el 1997 Jean-Jacques Annaud va dirigir una adaptació cinematogràfica de gran èxit; poc abans de l’estrena es va descobrir que Harrer havia estat membre del partit nazi i de les SS, fets que va reconèixer com l’error més gran de la seva vida. Després de deixar el Tibet va mantenir la seva relació amb el Dalai Lama i va continuar participant en expedicions arreu del món fins a una edat avançada. Va morir el 2006, amb 93 anys.

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