Paseo por las murallas del castillo de Aínsa hasta llegar a una mesa de orientación. El cielo es del color de los rinocerontes. Al fondo, lejos, el Monte Perdido, pequeño como un dedal. Si alargo la mano, parece que pueda coger la montaña entera y guardármela en el bolsillo. Es minúscula, y yo gigante. Admito que la miro con soberbia, los ojos devoran el paisaje como si fuera una migaja de pan. Entonces, por suerte, recuerdo.
Es una cumbre que siempre ha estado muy presente en mi vida. En el estudio de casa de mis padres había colgado un póster suyo de grandes dimensiones, que yo miraba con veneración. “Esto de aquí es La Escupidera”, me decía papá señalando un tramo pelado de la montaña, y yo me imaginaba un terreno imposible donde sólo poner la punta del pie resbalabas y caías y caías y caías hasta acabar en los restos sumergidos de la Atlántida. El Monte Perdido se convirtió en un mito, y, como cualquier mito, tenía un punto de irrealidad. Quizás por eso, cuando muchos años después mis padres me propusieron ir un fin de semana y ascenderlo, sentí algo similar al miedo. ¿Quién soy yo, me pregunté, para desafiar a un mito?
Pero fuimos. Mis padres, mi hermana Idoia y yo. Hacía tiempo que no íbamos a la montaña juntos. Cuando éramos pequeños, cada verano dedicábamos un par o tres de semanas a un rincón del Pirineo. Una excursión diaria -a cimas, lagos, valles, nacimientos de ríos- que nos valía a Idoia y a mí un diploma de SúperExcursionista que mi padre diseñaba y nos entregaba al volver a casa. Dejamos de ser pequeños, claro, y los veranos en familia terminaron, al menos tal y como los habíamos conocido hasta entonces. Idoia y yo empezamos a recorrer el mundo por nuestra cuenta, y aunque los dos hemos hecho viajes maravillosos, en cierto modo siempre echamos de menos el título de SúperExcursionista a finales del verano. Pero volvamos a Ordesa que no quiero que este texto se aleje de allí.