MONTAÑAS COMO DEDALES

RECUERDOS DE UN MONTE PERDIDO

Crónica escrita por MARC CERRUDO BOADA
Paseo por las murallas del castillo de Aínsa hasta llegar a una mesa de orientación. El cielo es del color de los rinocerontes. Al fondo, lejos, el Monte Perdido, pequeño como un dedal. Si alargo la mano, parece que pueda coger la montaña entera y guardármela en el bolsillo. Es minúscula, y yo gigante. Admito que la miro con soberbia, los ojos devoran el paisaje como si fuera una migaja de pan. Entonces, por suerte, recuerdo.

Es una cumbre que siempre ha estado muy presente en mi vida. En el estudio de casa de mis padres había colgado un póster suyo de grandes dimensiones, que yo miraba con veneración. “Esto de aquí es La Escupidera”, me decía papá señalando un tramo pelado de la montaña, y yo me imaginaba un terreno imposible donde sólo poner la punta del pie resbalabas y caías y caías y caías hasta acabar en los restos sumergidos de la Atlántida. El Monte Perdido se convirtió en un mito, y, como cualquier mito, tenía un punto de irrealidad. Quizás por eso, cuando muchos años después mis padres me propusieron ir un fin de semana y ascenderlo, sentí algo similar al miedo. ¿Quién soy yo, me pregunté, para desafiar a un mito?

Pero fuimos. Mis padres, mi hermana Idoia y yo. Hacía tiempo que no íbamos a la montaña juntos. Cuando éramos pequeños, cada verano dedicábamos un par o tres de semanas a un rincón del Pirineo. Una excursión diaria -a cimas, lagos, valles, nacimientos de ríos- que nos valía a Idoia y a mí un diploma de SúperExcursionista que mi padre diseñaba y nos entregaba al volver a casa. Dejamos de ser pequeños, claro, y los veranos en familia terminaron, al menos tal y como los habíamos conocido hasta entonces. Idoia y yo empezamos a recorrer el mundo por nuestra cuenta, y aunque los dos hemos hecho viajes maravillosos, en cierto modo siempre echamos de menos el título de SúperExcursionista a finales del verano. Pero volvamos a Ordesa que no quiero que este texto se aleje de allí.
El caminito hasta el refugio de Góriz fue, como siempre, muy agradable. Por muchas veces que vaya, el cañón de Ordesa siempre consigue maravillarme como si fuera la primera vez que lo viera. De alguna manera es como si un dios antiguo y olvidado lo hubiera hurgado con un dedo larguísimo y blanco, o sólo así soy capaz de contarme tanta belleza. Los cuatro íbamos conversando, sin prisa, disfrutando del paisaje y la compañía. A la montaña le agradezco muchas cosas, pero sobre todo su capacidad de borrar la prisa del mundo.

Dormimos en el refugio y nos levantamos temprano para atacar la cima. A unos escaladores les habían robado el material de escalada durante la noche. Incluso ahí arriba, pensé, la maldad encuentra rendijas por donde colarse. A veces, la especie humana se hace difícil de entender o, peor aún, se hace demasiado fácil de entender.

Mamá no subiría al Monte Perdido con nosotros. Fuerza física y mental para tirar para arriba no le faltaba, considero; es la persona más fuerte que he conocido nunca. El problema era la bajada. Las rodillas operadas nunca son buena compañía para los descensos, y el del Monte Perdido es exigente. Recuerdo que durante las vacaciones pretéritas -cuando yo tenía ese cuerpo que no es ni de niño ni de hombre- en los regresos de las excursiones me gustaba colocarme delante de mi madre en las pendientes más inclinadas. Me enorgullecía el hecho de que mi hombro pudiera servirle de apoyo o de tope si la bajada era demasiado abrupta para sus rodillas. Como he dicho, es una persona de fuerza extraordinaria, un refugio incomparable, y con ese gesto quería devolverle todo lo que ella había hecho por mí. Sin embargo, en el Monte Perdido decidió que nos esperaría en Góriz, y con unos prismáticos iría siguiendo nuestro ascenso y descenso.
No me entretendré en detallar la subida a la cima. Muchos de los que leéis esto la conocéis de primera mano. Si no es así, prefiero evitaros cualquier espóiler -¡espóileres alpinísticos, peores incluso que los de las series!- y que la disfrutéis de forma genuina el día que toque. Sí que me gustaría destacar la impotencia de caminar sobre roca demasiado desmenuzada, ya cerca del pico, y notar cómo cada paso hacia delante suponía de forma inevitable resbalar dos atrás. En ciertos momentos vi plausible una posibilidad de ascenso infinito que me inquietó más de la cuenta.

Y llegamos a la cima. Y estábamos contentos. Y hacía un día hermoso. Y bajamos. Y mamá nos saludó con los prismáticos en una mano y levantando un bastón con la otra. Y le devolvimos el saludo. Y nos reunimos. Y le contamos las vistas desde el pico. Y nos fuimos de Ordesa. Y volvimos a casa. Y el fin de semana, aunque inolvidable, acabó. Ahora que lo pienso, lo que es inolvidable tiene como requisito indispensable que antes haya terminado.

Recordaba todo esto en lo alto de la muralla de Aínsa, observando un Monte Perdido clavado en el horizonte con una chincheta. Era pequeño como un dedal, sí. Sin embargo, en el dedal cabía una infancia, una familia y unos recuerdos que son tan parte de mí como lo pueden ser la piel y los ojos. Debe ser éste, el gran poder de la montaña: al pasado lo hace real y al presente lo hace colosal. Las montañas que hemos subido, pequeñas como dedales, las llevamos en el pecho; allí tenemos una cordillera imposible, única para cada uno de nosotros. No creo que la montaña sea una forma de vivir, sino que la forma que tenemos de vivir suele tomar el relieve de las montañas.

Me giro y, dejando el Monte Perdido atrás, deshago el camino por la muralla. Lo hago con pasos de gigante, un gigante pequeñísimo que está contento de serlo.

MARC CERRUDO BOADA

(Terrassa, 1991) es licenciado en Periodismo por la UAB y master en Comunicación en Conflictos Armados, Paz y Movimientos Sociales, también en la UAB. Es jefe de Comunicación en la Librería Altaïr y forma parte de la revista digital Serielizados, que anualmente organiza el Festival Internacional de Series de Barcelona. Sus relatos han sido galardonados con el premio Energheia (2014), Concurso de Relatos Cortos Fondo Sonoro (2018) y Premio Alt Urgell de Jóvenes Escritores (2018), entre otros. Lluny vol dir mai més es su primera novela, y mereció el Premio Roc Boronat del año 2021.
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