ALIMENTAR A LA BESTIA

COMPARTIR LA PASIÓN POR LA ESCALADA

Fragmento del libro ‘Alimentar a la bestia’, escrito por AL ALVAREZ,
y publicado por LIBROS DEL ASTEROIDE
Esta es la historia de Mo Anthoine, un hombre discreto con una vida extraordinaria. Uno de los mejores escaladores de su tiempo que en la montaña no buscó ningún récord, sino el placer de vivir buenos momentos en compañía de sus amigos y, sobre todo, ponerse a prueba y llevar su resistencia física y mental al límite: eso que él llamaba «alimentar a la bestia». Durante casi treinta años no solo completó alguno de los ascensos más difíciles en todo el mundo, también se dedicó a las más variopintas actividades, como a reinventar el equipamiento de alpinismo o a ser doble de actores en películas de acción.

Al Alvarez, célebre escritor y apasionado del deporte, reconstruye en este libro su amistad con el carismático Anthoine, con el que compartió su afición por la escalada. El relato de alguna de sus más épicas expediciones acerca al lector a la pasión desinteresada que mueve a los auténticos aventureros. Alimentar a la bestia es un clásico de la literatura de montaña y aventura, pero también un homenaje a la humildad y el compañerismo.

LOS DOLOMITAS

De regreso en Inglaterra, Mo decidió formarse como docente, ocupación que le garantizaría mucho tiempo libre para escalar. Primero pasó un periodo de prueba como profesor de Educación Física y Matemáticas, para ver si le gustaba el trabajo, y luego, a partir del otoño de 1964, cursó tres años en el Coventry College of Education. Yo lo conocí en agosto de ese año, en los Dolomitas, en una cabaña ínfima y destartalada al pie de la cara sur de las Tres Cimas de Lavaredo. Habíamos llegado hasta allí por separado, pero después de un breve ascenso nuestros respectivos compañeros habían decidido que preferían descansar al sol junto al refugio en lugar de subir montañas. Mo tenía diez años menos que yo y era mucho más diestro como escalador, así que aproveché la oportunidad y me dejé guiar en algunas vías difíciles. En cuanto a Mo, parecía darle igual por dónde ascendiéramos con tal de seguir escalando.

La escalada en roca es uno de los deportes más puros y menos desordenados que existen, y requiere de un equipamiento mínimo: calzado especial, una cuerda, un casco de seguridad y una colección de cintas de nailon y herramientas metálicas —mosquetones, estribos, pitones y fisureros de aleación— que servirán para proteger al escalador en caso de caída. El conjunto completo cuesta relativamente poco, dura años y se puede llevar colgado sin problemas alrededor del cuello y de la cintura. Así que, a diferencia de muchos otros deportes, si algo sale mal la culpa suele ser de uno, no del material. Pero sucede que la escalada, según Mo, no es un deporte. «Es un pasatiempo», asegura. «Incluye el placer. Mientras que un deporte, por definición, incluye la competición. Cuando uno escala compite solo contra sí mismo»; esto es: contra la rebelión de los músculos, contra los nervios y, cuando algo falla, contra la falta de entereza. En cierto modo, la escalada es incluso una actividad intelectual, aunque con un requisito indispensable: hay que pensar con el cuerpo. Cada largo plantea una serie de problemas puntuales y específicos: qué agarres usar, y en qué combinaciones, para subir a salvo y consumiendo la menor cantidad de energía posible. Hay que calcular cada movimiento con una suerte de estrategia física, en términos de esfuerzo, equilibrio y consecuencias. Es como jugar al ajedrez con el cuerpo.

Un pasatiempo solitario, entonces, pero que por razones de seguridad generalmente incluye a otra persona. (Algunos escaladores de élite prefieren subir sin asistencia —la disciplina se llama «solo integral»—, pero esta es una actividad de alto riesgo que jamás aspiré a practicar, ni siquiera en mi más alocada juventud.) De modo que el compañero de escalada es casi tan importante como aquello que se va a escalar, sobre todo porque el quién influye en el cómo. Algunos escaladores están tan poseídos por su deseo de completar una vía que todo lo demás les resulta indiferente; ascender con ellos es como ir atado en el exterior de un tren de alta velocidad: llegaremos a destino, sí, pero sin divertirnos demasiado y casi sin disfrutar del paisaje. Otros confían tan poco en sus propias habilidades que solo parecen hallar algo de placer cuando su compañero encuentra dificultades en algún movimiento que a ellos les ha resultado fácil. Otros directamente son peligrosos y se exigen todo el tiempo más allá de sus límites, o no toman las precauciones más elementales. Aquellos que sobreviven y continúan escalando por lo general se van desprendiendo de esos vicios conforme envejecen; pero, hasta que lo logran, la vida en las alturas junto a ellos puede ser desagradable, brutal y corta.

En sus años de juventud, Mo adquirió fama de tipo salvaje —«Mi madre murió de cirrosis hepática sin haber bebido una sola gota en su vida, ¡así que yo hacía todo lo posible por equilibrar la balanza!»—, pero no había ni una pizca de salvajismo en su forma de escalar. Nuestra primera vía juntos fue el Spigolo Giallo, uno de los ascensos más bellos en los Dolomitas, la «arista amarilla» en la cara sur de la antecumbre de la Cima Piccola de Lavaredo, unos trescientos cincuenta metros con una pendiente casi vertical. Mo iba de primero, y cada tanto hacía una pausa y me gritaba desde arriba: «¡Esta parte es increíble!», o «¡Aquí te va a encantar!». Eso quería decir, invariablemente, que acababa de realizar algún movimiento difícil, pero su progreso era tan firme y sostenido que cuando yo me topaba con esas dificultades las consideraba parte del disfrute, y descubría que estaba escalando mejor que de costumbre. El último largo fue fácil y espectacular: una pared vertical con agarres cómodos y nada entre mis pies y el lejano roquedal, excepto el aire y el vuelo circular de las golondrinas. Cuando llegué a la cumbre, Mo estaba apoyado contra una roca, disfrutando del sol de la tarde; se había quitado la camiseta y sostenía un cigarrillo entre los labios. «La felicidad es un MS al cielo», dijo. (En aquella época, MS —Muy Severo— era el penúltimo grado en la clasificación británica de dificultades, que incluía Moderado, Difícil, Muy Difícil, Severo, Muy Severo y Arduo Muy Severo, además de un puñado de ascensos catalogados como Extremos. Luego esos criterios se fueron ampliando y ahora el nivel Extremo tiene casi tantas subdivisiones numéricas como el resto de grados juntos.) «Un MS al cielo» es una manera fantástica de describir esa sensación de libertad y ligereza, tanto mental como física, que aparece cuando todo marcha bien en un ascenso que es difícil pero no tanto: cuando la tensión se esfuma, el movimiento parece no demandar esfuerzo, todo riesgo parece bajo control y el silencio interior del escalador se equipara al de las montañas.

Unos días después fuimos hacia el otro lado de la Cima Grande —la cara norte—, para intentar la clásica vía Comici, un poco más exigente. Es casi el doble de larga que el Spigolo Giallo, técnicamente más compleja y bastante más escarpada. Los primeros doscientos cincuenta metros se desploman de forma sostenida —si alguien tirara un guijarro desde lo alto, este golpearía el roquedal a unos diez metros del pie de la vía—, y el tramo superior es como un enorme libro abierto de roca: un diedro con una fisura vertical de trescientos metros. La noche previa —con mi ayuda— Mo había estado «equilibrando la balanza», así que esa mañana dormimos demás, empezamos tarde, dos grupos lentos que iban delante de nosotros nos retrasaron aún más y finalmente, cuando estábamos a unos doscientos metros por encima del desplome, lejos ya de cualquier posibilidad de retorno, nos sorprendió una tormenta de nieve. Pasamos la noche asegurados en una cornisa ínfima —menos de un metro de largo por cuarenta centímetros de ancho—, a unos ciento cincuenta metros de la cumbre.

Como era agosto, estábamos en Italia y el ascenso previo había sido sencillo, habíamos decidido escalar ligeros. Es decir: no llevábamos ropa adicional ni comida. Por la extensa grieta que conducía hacia la cima bajaba una pequeña catarata de nieve derretida y, aunque la saliente sobre la que habíamos terminado estaba protegida por un desplome, para cuando decidimos detener la marcha ya estábamos calados hasta los huesos. Nos quitamos las camisetas, las escurrimos, nos las volvimos a poner y nos acomodamos para pasar una noche muy larga. Las nubes plomizas se disiparon, salieron las estrellas y el aire se congeló. Era importante no quedarnos dormidos, porque durante el sueño la temperatura corporal baja, así que conversamos, cantamos canciones, intercambiamos rimas graciosas. Aun así, constantemente nos adormecíamos y volvíamos a despertarnos, desorientados, y retomábamos la serenata, con nuestras voces cada vez más frágiles y absurdas devoradas por la oscuridad. En algún momento, cerca de las tres de la mañana, nos despertamos otra vez y notamos que algo había cambiado. La luna estaba baja, el valle era un gran remanso de tinta y los picos distantes, de un negro azulado, se recortaban sobre un cielo repleto de estrellas. Pero no era solo la naturaleza de la oscuridad lo que había mutado; también el silencio era más hondo, casi impenetrable. Nos apiñamos para tratar de comprender qué había sucedido.

Entonces Mo dijo: «Es la catarata. Se ha congelado». Asumí en ese punto que nuestra suerte se había agotado y que muy pronto nosotros también moriríamos congelados. En aquel momento no dije nada, por supuesto, pero cuando se lo conté a Mo varios meses después se sorprendió muchísimo. «Sí, estaba fresquito», me dijo, «pero jamás se me pasó por la cabeza que de verdad corriéramos peligro». Su actitud era: por ahora estamos bien, así que vamos a hacer lo que esté en nuestra mano para seguir así. Nos aporreamos para restablecer la circulación, nos echamos aliento en los dedos y fumamos sin pausa, para aliviar el hambre, pero también para reconfortarnos. (Es increíble lo agradable que resulta el tabaco tibio cuando te estás helando.) De todas maneras, el amanecer tardó un largo rato en llegar: primero fue una sombra pálida y difusa en el borde de la pared rocosa en la que estábamos confinados, después una fluctuación infinitamente lenta desde el negro hacia el gris. Los últimos ciento cincuenta metros hasta la cumbre me parecieron de una dificultad exagerada. En algunos tramos había placas de verglás y era muy complicado intentar cualquier agarre; además, los dos teníamos lesiones por congelación (Mo en los pies, yo en los dedos de las manos).

Suena trágico —una noche a la intemperie en las montañas, una catarata helada, lesiones por congelación—, pero no fue así, en gran medida porque Mo parecía dar por hecho que todo lo que nos pasaba era perfectamente normal. Se mantuvo siempre alegre y relajado, nunca dejó de contar chistes. Animado por él, maté una buena media hora recitando una versión completa, aunque con variaciones, de la «Balada del esquimal Nell», y cuando me quejé del tamaño ínfimo de la cornisa en la que estábamos asegurados —cada uno con medio culo fuera y medio dentro—, Mo solo dijo: «Bueno, no puedes tenerlo todo». Fue la noche más fría de mi vida, y una de las más incómodas, pero de ninguna manera la más penosa.

La escalada es un claro ejemplo de ese concepto que Jeremy Bentham denominó «juego profundo» y que él, por supuesto, siendo el padre del utilitarismo, rechazaba de plano. Según Bentham, en casos así los riesgos son tan elevados que sería insensato siquiera participar; lo que se puede perder excede por mucho las exiguas utilidades que reportaría un posible triunfo. Para nosotros, aquel día, la ganancia era la dudosa satisfacción de haber ascendido una vía difícil en condiciones también difíciles; lo que nos exponíamos a perder eran los dedos de los pies o de las manos, o incluso nuestras propias vidas.

Sin embargo, y por más «profundo» que fuera el juego, seguía siendo eso, un juego, y así es como lo recuerdo. Recuerdo las bromas lacónicas, los epigramas, esa cornisa ridículamente pequeña llena de cosas, los picos distantes iluminados por la luna, el sabor magnífico del tabaco en la pipa y esos breves núcleos de luz y tibieza que generábamos cada vez que encendíamos una cerilla. Pero el recuerdo más nítido que conservo corresponde a la segunda mañana, y no guarda relación alguna con la posibilidad de morir congelado. En aquellos años, un fisurero no era algo que uno pudiera comprar en una tienda; había que encontrarlos —la mejor fuente eran los desguaces de automóviles—, perforarlos y enhebrar las cintas. En el último largo, Mo había dejado uno muy firmemente metido en una grieta, y yo tenía los dedos tan hinchados e insensibles a causa de la helada que no lograba moverlo.

—¡No puedo sacarlo! —grité, y emprendí el ascenso por la fisura.
—Ay —se lamentó Mo con una vocecita tan abatida que me obligó a alzar la vista. Me observó detenidamente desde lo alto, y por primera vez desde que estábamos en la montaña pareció apenado—. Es mi fisurero favorito.

«De acuerdo», pensé, «y esta es mi vida favorita. Le debo una». De modo que volví a bajar y pasé veinte minutos atizando la roca con un martillo para pitones hasta que logré liberar el fisurero. Él me había guiado durante todo el trayecto, así que me parecía lo mínimo que podía hacer.

Cuando llegamos a la cumbre, nos tumbamos un rato al sol. De nuestra ropa húmeda emanaba vapor. Yo estaba exhausto más allá de toda medida, y algo mareado, imagino que por la sorpresa de haber sobrevivido. Mientras nos dirigíamos hacia la cara sur de la montaña para emprender un descenso más sencillo, Mo dijo:

—Bien. Estamos a mitad de camino.
—¿Perdón?
—Ahora es cuando ocurren los accidentes —dijo—.

Cuando has llegado a la cima y empiezas a relajarte. Nuestros roles, cosa extraña, se habían invertido por completo. Yo era el señor de treinta y pico y él supuestamente el tipo salvaje, pero Mo jamás ponía en práctica ese salvajismo en las montañas.

AL ALVAREZ

(Londres, 1929-2019) fue un poeta, escritor y destacado crítico literario. Figura polifacética, también fue un apasionado del deporte, especialmente del atletismo y la escalada, así como un fanático del póker. Como crítico y editor de poesía en el diario The Observer, entre 1955 y 1965, ejerció un papel fundamental en la difusión de nuevas voces de jóvenes poetas como Sylvia Plath y Ted Hughes, dos autores con los que forjaría una estrecha amistad. En 1971, con El dios salvaje (1972), su reconocido ensayo sobre el suicidio, inició la que sería una fructífera obra literaria basada en gran medida en sus propias experiencias. A este le siguieron poemarios, novelas y otros libros de no ficción con los que recorrió temas tan dispares como el divorcio, los sueños, el póker –The Biggest Game in Town (1983)– o el montañismo, tema central de Alimentar a la bestia(1988). Su última obra, En el estanque. Diario de un nadador (2015) es un diario sobre la última de sus aficiones: nadar en invierno en los estanques del parque de Hampstead Heath, en Londres.
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