MÁS CERCA DE MI PADRE

EL VIAJE DE UN SHERPA A LA CIMA DEL EVEREST

Fragmento del libro ‘MÁS CERCA DE MI PADRE’, escrito por JAMLING TENZING NORGAY & BROUGHTON COBURN,
con prólogo de EL DALÁI LAMA, introducción de JON KRAKAUER y publicado por CAPITÁN SWING
Sabemos muy poco de los sherpas, más allá de su fama de grandes escaladores. Jamling Tenzing Norgay nos ofrece en este libro una visión privilegiada de su mundo: una historia que entrelaza las vidas de una familia, una montaña y un pueblo. Como líder de escalada de la famosa expedición IMAX al Everest de 1996, Jamling Norgay pudo seguir los pasos de su legendario padre, Tenzing Norgay Sherpa, quien junto con sir Edmund Hillary fue el primero en alcanzar la cima del monte Everest en 1953. Si bien su padre fue el pionero y el escalador más famoso de la familia, un total de doce parientes lograron alcanzar la cima de la montaña. En la tradición sherpa escalar el Everest y vivir a su sombra tiene un significado muy diferente al que prevalece en los relatos occidentales. Norgay entrelaza la historia de su propio ascenso en 1996 con historias poco conocidas del histórico ascenso de su padre. Los viajes de Jamling junto a su padre comenzaron con adivinaciones, ofrendas rituales y oraciones humildes. En el camino, se enfrentaron a los mismos desafíos físicos y personales mientras luchaban contra circunstancias extremas. Más cerca de mi padre es el primer relato moderno de la experiencia del Everest en la voz inaudita de sus pueblos indígenas, el retrato de un mundo fascinante que pocos han visto.

01

UN MAL PRESAGIO
Rimpoché recogió el rosario mala en el hueco de las manos y sopló enérgicamente sobre ellas. Despacio, descubrió la sarta de cuentas y la inspeccionó, torciendo un poco la cabeza con los ojos entrecerrados, como si intentara ver en el interior de cada una de las bolitas. Luego levantó la vista hacia mí:
—Las condiciones no parecen favorables. Esta temporada hay algo maligno en la montaña.

Sentí como si hubiera recibido un puñetazo en el estómago y me sorprendió que así fuera, ya que no era lo que se dice un budista devoto.

Rimpoché, sentado sobre un cojín amplio y plano, compuso su túnica y empezó a mecerse adelante y atrás como si a él también le hubiera sorprendido el pronóstico. Con una sonora palmada, llamó al monje ayudante. La palmada rompió el silencio, al igual que el batir de manos de un gurú en la enseñanza budista, cuyo propósito es provocar el despertar a la naturaleza del vacío y encender un destello de reconocimiento de que la vida es transitoria y carece de existencia intrínseca. Experimenté un estrecho y momentáneo espacio de calma, un milisegundo de vacío, y luego volví a notar el estómago.

Entró un monje y sirvió té en silencio. Levantó con suavidad la tapa de filigrana de plata de la taza de jade de Rimpoché, colocada sobre una bandejita de plata. Luego, el monje me ofreció unos panes fritos de una cesta de bambú trenzado. Los rehusé y, por último, los acepté a la tercera. Las cestas siempre están llenas a rebosar y tuve que concentrarme para coger un pan sin que se cayera ninguno. Me temblaba la mano.

A principios de enero de 1996, me había desplazado a Siliguri, en Bengala Occidental, para pedir una audiencia con Chatral Rimpoché, un lama respetado pero poco accesible del Nyingma, o «linaje antiguo», del budismo tibetano. Su principal monasterio estaba en Darjeeling, donde yo vivía con mi esposa, pero sus benefactores y seguidores le habían construido un pequeño centro monástico en las llanuras del norte de la India, a varias horas en jeep.

El paisaje de Bengala Occidental es extraordinariamente llano, muy distinto del de los remotos monasterios que, desde hace un milenio, los nyingmapas han ido estableciendo en el Himalaya. Me sentía afortunado por haber nacido en la cara sur del Himalaya, a salvo de la invasión china del Tíbet. Desde finales de los años cincuenta, los tibetanos vienen cruzando la frontera hacia la India, Sikkim y Nepal como refugiados. En parte como consecuencia de su devoción inquebrantable, el budismo tibetano continúa floreciendo en la zona meridional del Himalaya y entre mi pueblo, el sherpa.

La capilla y las dependencias de Rimpoché están pintadas con los luminosos colores básicos y terrizos característicos de los monasterios de las montañas. Rematado con las altas banderolas de oración de los tejados, el recinto ofrece un aspecto familiar y acogedor en un paisaje de bananeros, camiones Tata y aire polvoriento. En absoluto parecía el lugar donde recibir un consejo técnico sobre la conveniencia de intentar la ascensión de la montaña más alta del mundo.

Le dije a Rimpoché que iba a pedirle una predicción y luego le pregunté sobre la conveniencia de intentar la escalada de la montaña.

Me preguntaba hasta qué punto serían acertadas aquellas adivinaciones, estadísticamente hablando. Mis padres siempre decían que la capacidad de algunos lamas para ver en el futuro es notable y que sus palabras pueden asustar a cualquiera. De hecho, el temor a un conocimiento previo de los acontecimientos hace que muchos lamas oculten a menudo su consejo entre generalidades y aforismos. Para mucha gente, la verdad puede resultar demasiado abrumadora para aceptarla, sobre todo cuando se ofrece por adelantado. Numerosas personas tienden a irritarse y a rechazarla, dando rienda suelta a «emociones aflictivas» como la cólera y la ignorancia. Muchos lamas consideran que los legos no utilizan adecuadamente el conocimiento del futuro. La gente rara vez lo aplica a potenciar su autoconocimiento o a contribuir a causas nobles. Las personas esperan en vano controlar unos acontecimientos que aún tienen que ocurrir y que finalmente nunca suceden como ellas imaginaban.

Educado en una familia religiosa, era consciente del riesgo de preguntar a los lamas. Mi padre, Tenzing Norgay Sherpa, me había dicho: «Cuando pides una adivinación, tienes que estar dispuesto a guiarte por la respuesta». Eso está bien, siempre que la respuesta sea positiva o neutra, pero esta vez la predicción era inequívocamente negativa.

Ya me había comprometido en firme en la empresa de ascender el Everest. ¿Debía comunicar los malos augurios de Rimpoché a mis compañeros de la expedición de filmación IMAX al Everest.

¿Cómo iba a hacerlo? Yo era el jefe de escalada. Si abandonaba el proyecto en ese momento, apenas tres meses antes del inicio de la escalada, extendería una larga sombra sobre la expedición e incluso sobre el nombre de mi padre y sobre mi legado familiar. La razón de que hubiera acudido al lama era mi esposa, Soyang, una tibetana joven y con estudios, pero tradicional y reservada. Soyang era contraria a mi proyecto de escalar el Everest a menos que un lama asegurase que la ascensión iría bien.

Una semana antes, el veterano montañero del Himalaya David Breashears me había llamado desde Estados Unidos. Me contó que se había probado con éxito una cámara de filmar IMAX modificada y que se habían provisto los fondos para una expedición que intentaría llevar el engorroso aparato hasta la cumbre. Era un objetivo extraordinariamente ambicioso. «Te necesito —me dijo—. Tu historia, la de tu padre y la del pueblo sherpa serán importantes en la película. Pero antes he querido asegurarme de que no te has comprometido para otra escalada esta primavera. Si no es así, bienvenido al equipo. Pronto trataremos los detalles».

Soyang escuchó la conversación y mantuvo un incómodo silencio toda la tarde. Por la noche, acostados en nuestra casa de Darjeeling, se incorporó en la cama y me miró con severidad. Con tono rotundo, me dijo que teníamos que hablar de mis planes respecto al Everest.

«Uno no se apunta a subir al Everest como quien se apunta a ir al cine con los amigos», me dijo. Su tono era implorante, pero no del todo disuasorio. Soyang sabía que soñaba con el Everest desde hacía años y que si no iba, lo lamentaría el resto de mi vida. Desde que era un crío había oído hablar de la histórica ascensión de mi padre con Edmund Hillary en 1953. Siempre había deseado alcanzar la cima como él, reunirme con él en la cumbre. Cuando me hice adulto, y tras la muerte de mi padre, mi deseo de escalar el Everest no hizo sino aumentar. Deseaba mantener el apellido de mi familia, que estaba siendo eclipsado por una nueva generación de escaladores. El recuerdo de la primera ascensión de mi padre y de Hillary empezaba a desaparecer de la memoria de los vivos.

Sin embargo, también me empujaban otras fuerzas. Tenía que averiguar qué había impulsado a mi padre y qué había descubierto en la montaña. Él era un hombre estricto y disciplinado y nuestra relación había sido tradicional; cuando murió, quedó mucho por decir. Entonces yo tenía veintiún años y supe que debería haberme enseñado mucho más, que debería haber aprendido mucho más de él.

Soyang se tumbó otra vez y guardó silencio; luego fue a dar de comer a nuestra hija. Cuando volvió, me dijo que si antes pedía un mo, un augurio de un alto lama, y su pronóstico era favorable, accedería. Tendido en la cama, pensé en el esfuerzo que me había costado llegar hasta allí y supe que nunca se daría el momento perfecto. Ya había perdido dos oportunidades y pensaba que esta, la tercera, la de la suerte, me había sido adjudicada por el destino, por el karma.

Durante mi juventud en Darjeeling, mi padre dirigía el Himalayan Mountaineering Institute, la principal escuela de montañismo de la India, que proporcionaba instrucción a los ciudadanos y a las fuerzas armadas de diversos países de Asia meridional y a sherpas y tibetanos. En 1983, durante mi último curso de secundaria, tuve noticia de que una expedición india proyectaba un intento de escalada. Deseaba ardientemente participar en ella y comprendí que, si quería ser elegido para el grupo con mi corta edad, necesitaría de la influencia de mi padre. Quería ser la persona más joven que hubiera subido al Everest.

Un día falté a clase para reunirme con él en nuestra casa familiar y lo encontré en el salón con su secretario, el señor Dewan. Mi padre despachó al secretario para que pudiéramos hablar. Puse la expresión más firme y adulta que pude, conocedor de que entre las familias sherpas se esperaba y se suponía que los hijos seguirían los pasos de su padre. Para mí, tal cosa no constituía un problema, porque me entusiasmaba la escalada y consideraba un deber que mi padre se sintiera orgulloso de mí por mantener su fama. Sin embargo, se me notaba claramente el nerviosismo.

Le expuse mi deseo.
—No estás preparado —me respondió bruscamente; demasiado bruscamente, me pareció.

¿Había pensado en ello? ¿No quería algún tiempo para reflexionar?
—No puedo ayudarte en eso —insistió—. Me gustaría que acabaras la secundaria y entraras en la universidad.

Busqué una respuesta rápida, unas palabras que contrarrestaran su respuesta, pero su convicción de padre me dijo que había tomado una decisión.

Cuando cogí la mochila y me encaminé a la puerta, observé que me temblaban las manos. Mi cuerpo se movía tenso y torpe. Me pareció ver cómo la nieve barrida por el viento rellenaba las pisadas que él me había dejado en la montaña, mostrando solo una extensión blanca, polvorienta e impoluta.

—Yo escalé el Everest para que tú no tuvieras que hacerlo —me dijo cuando ya estaba en el umbral—. Desde la cumbre de la montaña no se puede ver todo el mundo, Jamling. La vista solo le recuerda a uno lo grande que es el mundo y las muchas cosas que quedan por ver y por aprender.

En lugar de volver a la escuela, seguí calle adelante hasta la casa de mi tío, Tenzing Lotay, para preguntarle qué debía hacer.

Mi tío Tenzing fue igual de rotundo.
—No tienes experiencia, Jamling, y la necesitas para poder integrarte en ese equipo. Esos hombres son escaladores muy preparados.

—No es cuestión de experiencia —repliqué—. Es cuestión de deseo, de motivación y de fuerza. Yo era Jamling, que procedía de Jambuling Nyandrak, el nombre completo que me dio un alto lama budista y que significa «famoso en el mundo». La razón, que intentaba vanamente hacerse oír entre el alboroto de mi emoción, me dijo que mi padre y mi tío estaban en lo cierto. Necesitaría años de experiencia.

Hasta 1995 no tuve cerca por segunda vez una posibilidad de hacer un intento en la montaña. Un estadounidense me invitó a sumarme a su equipo si podía reunir veinte mil dólares, mi parte de los costes. En esa época estaba trabajando en Nueva Jersey y parecía más fácil buscar patrocinadores en Estados Unidos que en la India, de modo que me quedé allí para trabajar y buscar fondos.

Envié cientos de peticiones, pero no conseguí nada. Ni dinero, ni patrocinadores. Como consuelo, el jefe de la expedición me invitó a hacer la marcha con ellos hasta el campo base. Incluso me pidió que guiara una parte de la expedición: el grupo de voluntarios que acudiría para hacer limpieza de desperdicios a lo largo de la ruta de aproximación. Era un billete para el Everest y lo acepté, aunque me decepcionaba (de hecho, me humillaba) ser un simple porteador y basurero, la ocupación más baja en Asia. No guardo rencor al equipo estadounidense, pero entonces prometí redimir el apellido de mi familia y el legado de mi padre.

Entre reverencias a Rimpoché con las manos juntas, me retiré respetuosamente de la sala de recepciones y salí al calor claustrofóbico de las llanuras indias. Me parecía estar caminando por una mazmorra, mascando las desagradables palabras que Rimpoché me había dedicado. Se decía de él que era capaz de adivinar las intenciones de quienes se acercaban a buscar su bendición. Como yo no era un budista devoto, me preguntaba si mi motivación era completamente pura. Mi madre me había contado que para verlo hasta la persona más pobre se vestía como la nobleza, con ropas prestadas, y se acercaba a él con ofrendas de cualquier cantidad de dinero —por pequeña que fue — que hubiera conseguido juntar.

Regresé a Darjeeling con unos pensamientos inquietos que empezaron a invadir mis sueños. Soyang también dormía mal. Le conté que Chatral Rimpoché no tenía mucho que decirme respecto a la montaña aquella temporada, pero ella leyó mis pensamientos, igual que había notado que lo hacía Rimpoché.

Si decidía subir a la cumbre, no solo desafiaría a mi mujer, sino que, al despreciar las palabras del lama, actuaría en contra de mi familia y de mi herencia religiosa. Sabía qué habría pensado mi madre de estar viva. La última vez que había desafiado las cautas directrices de un augurio, había muerto.

Como muchas sherpas tradicionales, mi madre, Daku, se hizo más devota cuando envejeció. En los años previos a su muerte, concentró todo su fervor en Chatral Rimpoché y donó grano, azúcar y otras ofrendas a sus monasterios de Darjeeling y Siliguri. También encargó la realización de tankas (pinturas religiosas en rollos) para las salas de asamblea y pagó la construcción de alojamientos para monjes.

Daku era extravertida y sociable. Viajó a menudo con mi padre cuando lo invitaban a dar conferencias en el extranjero y nunca sufrió ningún choque cultural. Aunque solían ser invitados importantes de los dignatarios locales, siempre llevaba consigo sus alhajas del Himalaya y las extendía sobre una manta en las escalinatas de los hoteles para venderlas a los transeúntes. Tras estos inicios, mi madre consolidó un pequeño negocio de artesanía, lo amplió al campo de los viajes y abrió una oficina en el bazar de Darjeeling.

Su único objetivo era enviar a sus tres hijos varones a Saint Paul’s —uno de los colegios privados más caros y elitistas de la India, situado en una loma a quince minutos a pie de nuestra casa— y a su hija al convento de Loreto. Con la entrada en el internado de Saint Paul’s de mi hermano menor, Dhamey, mi madre terminó lo que consideraba la segunda etapa de su vida. Había cumplido con creces sus obligaciones y deberes de ama de casa y, aunque siguió tan ocupada como siempre, su rostro y sus movimientos me dijeron que ya estaba previendo la última fase de su vida, la etapa religiosa, en la que se dedicaría a temas espirituales y a la preparación para la muerte. Andaba por los cincuenta años, pero no se puede iniciar la práctica espiritual demasiado pronto. Años antes, en la estupa de Boudhanath, en Katmandú, me había sorprendido verla postrarse en torno al lugar. Con un grueso delantal sobre sus ropas de calle, se tendía boca abajo en el camino de losas, estiraba los brazos por encima de la cabeza, tocaba el suelo con la frente, se levantaba y avanzaba para empezar la siguiente postración en el punto que había alcanzado con las manos.

En 1986, a la muerte de mi padre, mi madre empezó a soñar con ir en peregrinación a la cueva de Pema, en la remota región de Pemako, en las montañas que se extienden entre el sur del Tíbet y los estados indios de Arunachal Pradesh y Assam. Mi madre sabía que peregrinar era un modo excelente de ganar méritos. Y si el lugar de peregrinación es lo bastante santo y poderoso, se puede conseguir la transmisión directa del conocimiento por el simple hecho de acudir ante las deidades presentes y ungirse con sus sagradas bendiciones.

Pemako, sin embargo, es famosa por sus tribus montañesas hostiles, de las que se dice que suelen envenenar a los extraños, y la zona está restringida incluso para los indios que no son de la región. A mi madre le costó un año obtener el permiso para visitar el lugar. Antes de salir, fue a pedir las bendiciones de Chatral Rimpoché, y luego partió de Darjeeling con dos monjes del lama. El camino era largo y tortuoso y tardaron más de un mes en hacer el viaje.

Por aquel entonces, mi hermano Norbu vivía en California. Cuando me llamó a Nueva Jersey, noté que estaba preocupado e inquieto. Acababa de recibir una llamada de Darjeeling para comunicarle que nuestra madre estaba en Siliguri, tras haber sido evacuada de una zona remota de Arunachal, y que se encontraba muy enferma. Poco más se sabía de su estado.

Había llegado hasta la cueva de Pema, en cuyo punto los fieles más devotos debían rodear tres montañas sagradas. Mientras rodeaba la más próxima, sufrió unos trastornos internos indefinidos y decidió retirarse a la ciudad de Tuting para recuperarse. Allí permaneció ocho días, pero su dolencia empeoró y los médicos eran incapaces de identificar la enfermedad, de modo que la trasladaron en avión a Gauhati y luego a Bagdogra; desde allí, los monjes la llevaron en coche a un hospital de Siliguri. En ocasiones, los médicos de los hospitales rurales, muy escasos de medios, prefieren enviar los casos difíciles a hospitales más grandes para evitar responsabilidades en caso de que el paciente muera tras su intervención. De hecho, mucha gente del subcontinente considera los hospitales lugares donde se va para morir.

JAMLING TENZING NORGAY

Nacido en Darjeeling (India), 1965, es un montañero indio-nepalés, hijo del legendario alpinista y guía Tenzing Norgay, que subió por primera vez, junto a Edmund Hillary, a la cima del Everest. Años más tarde, Jamling Tenzing Norgay siguió los pasos de su padre y escaló la montaña en 1996 con un equipo liderado por David Breashears, que también incluía a los alpinistas Ed Viesturs y Areceli Segarra, una expedición que quedó documentada en la película IMAX de 1998 Everest. En 2002, él y Peter Hillary, hijo de Edmund Hillary, formaron parte de una expedición para escalar de nuevo la espectacular montaña y conmemorar el cincuenta aniversario de la primera ascensión. Norgay escribió posteriormente el libro Más cerca de mi padre, que narra sus experiencias en el intento de alcanzar la cumbre de 1996 y describe la relación especial que tenía con su padre. El libro destaca por la franqueza con la que analiza la relación entre los escaladores, a menudo ricos, y los sherpas, gente mucho más humilde que obtiene sus ingresos ayudando a las expediciones. La obra fue la primera en analizar, desde el punto de vista de los sherpas, la desastrosa temporada de escalada de mayo de 1996, en la que murieron un total de doce escaladores. El autor observa que se presta poca atención a las muertes de sherpas en la montaña, pero la repercusión es distinta cuando las víctimas son los clientes.
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