El crujido de la grava bajo sus pies asusta a unos cuervos que se agitan y revuelven al unísono entre las ramas del árbol que les los cobija, revoloteando inquietos como si formaran todos ellos, parte de un mismo cuerpo negro y palpitante.
Nada más mas entrar en la habitación, conecta el televisor y -por lo que podría ser un prodigio- aparecen en la pantalla cientos de aves, ésta vez muy blancas, chillonas, pendencieras y peligrosas. Los pájaros, otros pájaros.
Mientras tanto, el cielo azul ha desaparecido cediendo terreno al crepúsculo y a través de la ventana, las luces del letrero luminoso del motel, parpadean encendiendo la escena con destellos rojizos.
A éste hombre solo, ni se le ocurre que alguno de aquellos detalles pueda ser una señal de alarma, y mucho menos aún un mal presagio. Simplemente olvida todo y en pocos minutos, cae profundamente dormido. Al día siguiente subiría a un avión. Una prodigiosa máquina metálica que le llevaría lejos, cruzando un cielo transparente -una gran masa de luz- y eso era lo único que importaba.
Así fue como transcribí las palabras con las que Jacob Anderson, a quién presentaré más tarde, empezó a contarme lo que sucedió durante aquellos días trágicos y desquiciados, cuando algún tiempo después, solicité visitarle en la cárcel. Ya desde esos primeros momentos, supe que mi novela debía comenzar en ese instante, mientras escuchaba la voz de aquél chico y yo, sentado frente a él, asentía, pero sin dejar de escribir en mi cuaderno.
Pero en realidad, para mí, todo había comenzado ya algunas semanas antes, cuando en la cuarta o quinta página de un diario encontré una foto que, por algún motivo, me llamó la atención. En ella, había dos jóvenes posando delante de una casa que se caía a pedazos, un lugar sin duda muy humilde, frente a la que ellos aparecían risueños y luciendo sus caras hermosas. Sin saber aún qué tenían que ver con la noticia, me fijé en el pie de foto «Inexplicables e inquietantes desapariciones en una aldea de La Patagonia». Desde que los vi, pensé en ellos como en los dos grandes personajes que soportan todo el peso de la trama y a los que los lectores, aún con el paso de los años, no consiguen olvidar fácilmente. Aunque también reconoceré que, a lo largo de la novela, en algunos momentos, su importancia se vio disminuida.
Lo sucedido en aquél pueblo era demasiado siniestro, demasiado terrible, como para no resultar profundamente atractivo para un escritor como yo.
Volví a fijarme en aquellos chicos con detenimiento. Él era fornido y grandote, estuve un buen rato dándole vueltas y al final caí a quien me recordaba, era como Burt Lancaster en El nadador, aunque mucho más joven que el actor cuando rodó la película. Miraba a la cámara de una manera franca e inocente, puede que hasta ingenua, con una cara rebosante de vida y llena todavía de esperanza. Ella, era más baja a su lado y esbelta, llevaba un vestido blanco que parecía algo sucio, aunque puede que se tratara de algunas manchas que había en la foto, o en el mismo diario que yo leía. Tenía el pelo muy negro y largo, desordenado por el viento, aunque en la imagen aparecía detenido y atrapando todo el brillo de la luz del sol.
Al igual que el chico, miraba fijamente al fotógrafo desconocido, sonriendo levemente y con unos grandes ojos del color de la brea. Sin embargo había algo, una sombra apenas perceptible, que recorría su cara dejando una sospecha acerca de su expresión alegre y que invitaba a creer que se trataba de una mujer muy bella pero, sobre todo, muy triste.
Me era imposible no pensar en lo que estaba sucediendo en aquél pequeño pueblo extraño y fascinante del que también hablaré más tarde. Por el momento, no conseguía quitarme de la cabeza que, en un lugar tan apartado como aquél, entre tantas brumas, y al abrigo de los Andes, bien podían suceder muchas cosas.
Y aunque llevaba años preguntándome si viajar servía para algo, todavía me gustaba hacer el equipaje y conservaba algo de la antigua emoción por cambiar de lugares y de gente, pero sobre todo, por explorar una historia que me permitiera volver a escribir.
Aún sin abandonar mi casa, empecé por consultar qué información circulaba ya por la red. Hasta hacía muy poco tiempo, El Chaltén había sido un lugar a trasmano y casi solamente conocido por alpinistas o por los propios colonos, pero ahora, decenas de autobuses surcaban las pistas que lo unían con El Calafate. Tantos que, en gran parte, el ripio había sido sustituido por asfalto, para que pudieran acercarse hasta aquí todos los turistas ansiosos por grabarse con sus móviles a los pies del Fitz Roy, una, otra, montaña mágica.
Esto era parte de lo que leí, pero en realidad, antes de ir pude ver en internet solo una foto. Un atardecer asombroso con el sol hundiéndose tras la barrera de los Andes y el brillo de varios cientos de lucecitas encendiéndose casi al mismo tiempo. En esa imagen, el pueblo parecía mayor de lo que es.
Después, tecleé en el buscador sucesivamente: «Desapariciones en Los Andes», «Extrañas desapariciones en Los Andes argentinos» y, por último, «El enigma de El Chaltén» y las tres me condujeron a una rueda de prensa que pude ver completa en Youtube. En la parte de arriba de la pantalla y destacando en letras blancas sobre un fondo rojo, se podía leer, «Niñas desaparecidas en La Patagonia» y, al pié, «Don Jesús Acosta López, intendente de la Municipalidad de El Chaltén». En la imagen aparecía un hombre ancho de espaldas, no muy alto pero sí voluminoso, al que le sobraban unos cuantos kilos y con pelo casi plateado quitamos pero que empezaba a escasear. Rodeado por una auténtica nube de micrófonos y por el estallido continuo de los flashes, parecía satisfecho mientras respondía a los periodistas con un estilo, para mi gusto, demasiado teatral.