Hace mil años, la primera vez que llegué a EL CHALTÉN, el pueblo era aún poco más que unas cuantas casas, que sobresalían desperdigadas entre el ripio, y la inmensidad de hierba calcinada que se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Las calles, urbanizadas pero sin ocupar, esperaban polvorientas a sus moradores pero sin distraer la vista de las montañas que cierran completamente el horizonte por el oeste, unas enormes moles que impresionan profundamente por sus muros de granito y que quitan el aliento por su belleza.
Creo que lo que más recuerdo de aquella primera visita, fueron los hongos de nieve helada que rematan las cumbres de muchas de ellas y que, bajo los rayos del sol, brillan como si fueran diamantes. Dicen los que entienden de esto del alpinismo que, perdida para siempre la magia de los “ochomiles”, -alejados éstos de la importancia que tuvieron para la historia de la exploración y el descubrimiento- y tristemente abandonados a merced de tinglados comerciales, es en las montañas más bajas y remotas -o en las grandes paredes lisas de gran dificultad- donde se juega la verdadera gran partida de este deporte y donde ahora se miden el compromiso, la ética, el estilo y el valor.