Corre el año 1.909, la expedición de Robert Peary regresa del Polo Norte, aunque el hecho de que hubieran puesto sus pies en él cada vez sea algo más controvertido y difícil de demostrar. Navegan por las aguas frías del Ártico, entre la costa de la isla de Ellesmere y la orilla occidental de Groenlandia, internándose en el estrecho de Robeson, cuando a lo lejos, y al noroeste, divisan una gran masa blanca que brilla como el vidrio.
Apoyados en la baranda de proa miran al infinito, un escalofrío les recorre la espalda al tiempo que les sube la fiebre. Una Epifanía fugaz, cubierta por el hielo, y a la que dan el nombre de la Tierra de Crocker.
Cuatro años más tarde, seguro de haber visto lo que vio aquél día, Donald Baxter MacMillan regresó en otra expedición patrocinada por el Museo Americano de Historia Natural y de la Sociedad Geográfica Americana. Navegaron al norte de la Isla de Alex Heibert, hasta que el 21 de abril, la luz se abrió CAMINO entre la niebla dando paso a un cielo claro pero profundo, y ante sus ojos asombrados apareció una sucesión de colinas y montañas intensamente blancas. Una visión maravillosa que iba cambiando de apariencia y extensión a medida que se movía la luz del sol hasta desaparecer. A la mañana siguiente siguieron navegando hasta alcanzar las 150 millas náuticas al norte de Cape Thomas. La temperatura cayó súbitamente muchos grados bajo cero, el mar era intensamente azul y el aire transparente.
Habían alcanzado Crocker Land -el lugar señalado en sus cartas como Crocker Land- y allí no había nada, sólo el mar. Había sido un espejismo, los reflejos de la luz entre la niebla y el mar, mezclados con sus propias ilusiones les habían traicionado, y las certezas se transformaron en sombras. “Habríamos apostado nuestras vidas a que existía” Escribió Baxter Macmillan.