En el monte Kurama, en Kioto, Japón, lloré sin buscarlo, posiblemente por acumulación estética, superado por un paisaje brutal, pero también por una emoción energética, si se puede decir así, porque allí vibraba algo, más allá de lo que mis ojos percibían, y eso me llevó al recuerdo de una época en la que las montañas y sus árboles fueron mi refugio frente al mundo. Hoy me sigo sintiendo cómodo en ellas, como un cachorro en la panza caliente de su madre.
Ahora entiendo por qué algunos se internaban en su seno para perderse y después encontrarse, como Mikao Usui, y el sentido de los templos clavados en las rocas: para enraizar, para no olvidar, para despojarse del atontamiento humano, para rememorar el placer de los gestos sencillos, para cultivar la escucha, para sentir a Gaia, para recuperar el instinto y saberse animal, para volver a fundirse con los cielos nocturnos petados de estrellas, para ser conscientes de que habitamos en un planeta alucinante, para, en definitiva, envejecer mejor, que si lo piensas es liberarse de un montón de miedos y expectativas y vivir desde tu esencia… como las montañas.