DE MONTAÑAS, GATOS Y HUMANOS

Columna escrita por JAVIER DÍAZ MURILLO

Cuando observo las montañas pienso que la vejez es hermosa. Y que en la naturaleza la ancianidad nunca es fea ni desagradable. Sin embargo, los humanos ocultamos la decrepitud, la apartamos de nuestra vista, no queremos vernos ahí porque hay un canon de belleza que te rechaza cuando superas una edad o unas características físicas determinadas. Así estamos de desconectados con la vida creyendo que solo se puede ser feliz en una franja estrecha del camino.

Ayer acariciaba a un gato. Se llama Neko. Es un animal de color negro que ya porta en su pelaje muchas canas. Acumula muchos inviernos en sus huesos. Pero lo miraba embelesado en su pose digna de felino, en su elegancia, serena y presente. Y lo vi más bonito que nunca, al igual que las montañas que quizás por eso me atraen, porque exhiben una luz infinita; la luz de una profundidad y una sabiduría inalcanzables para nosotros.
Por eso elegí vivir en un lugar cercano a ellas, para saludarlas cada mañana, para que acompañaran cada paso que doy y para que algo de esa maestría me llegue desde sus cumbres, pues ellas simbolizan el camino de los que se buscan a sí mismos. En el Reiki la falda de la montaña es la imposición de manos y la meta o el punto más alto es el Anshin Ritsumei (o máximo estado de paz mental). Cada uno tiene sus propias cimas que coronar. Verlas cada día me recuerda las mías.

Hubo un tiempo en el que pensé que las gentes montañeras tenían un punto de locura, pero ¿acaso no es más loco vivir en una ciudad? Yo nací entre bloques de ladrillo, pero siempre que podía me escapaba a los bosques, a los ríos, a los picos de la sierra, lejos del frenesí urbano, para respirar y recuperar mi condición salvaje, para ser y estar allí donde envejecer siempre es bello y te conecta con tu verdad porque insisto, somos naturaleza y este exilio de ella, esta creencia de que somos superiores, esa imbecilidad, nos daña en lo más hondo.
En el monte Kurama, en Kioto, Japón, lloré sin buscarlo, posiblemente por acumulación estética, superado por un paisaje brutal, pero también por una emoción energética, si se puede decir así, porque allí vibraba algo, más allá de lo que mis ojos percibían, y eso me llevó al recuerdo de una época en la que las montañas y sus árboles fueron mi refugio frente al mundo. Hoy me sigo sintiendo cómodo en ellas, como un cachorro en la panza caliente de su madre.

Ahora entiendo por qué algunos se internaban en su seno para perderse y después encontrarse, como Mikao Usui, y el sentido de los templos clavados en las rocas: para enraizar, para no olvidar, para despojarse del atontamiento humano, para rememorar el placer de los gestos sencillos, para cultivar la escucha, para sentir a Gaia, para recuperar el instinto y saberse animal, para volver a fundirse con los cielos nocturnos petados de estrellas, para ser conscientes de que habitamos en un planeta alucinante, para, en definitiva, envejecer mejor, que si lo piensas es liberarse de un montón de miedos y expectativas y vivir desde tu esencia… como las montañas.

JAVIER DÍAZ MURILLO

Periodista, caminante, reikista, viajero y gastrónomo
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