Árbol, ante ti me arrodillo, todos deberían hacerlo. Hay algo en tu presencia que me fascina y quizá es eso, presencia, estar en tu sitio, ocupar tu espacio y hacer de él tu paraíso, incluso en las ciudades, en los recintos de asfalto y en los márgenes de las autopistas, ahí puedo verte más altivo y hermoso, impasible ante la ignorancia humana. Eres ejemplo de adaptación y aceptación al medio y sus circunstancias, ofreces vida oxigenada sin pedir nada a cambio, y sientes, estoy seguro, y te comunicas (ya está demostrado) con otros a través de un lenguaje que no comprendemos, pero es real.
De niño me gustaba trepar a los árboles. Recuerdo cabañas construidas en sus cuerpos de madera, tardes de puestas de sol, bocanadas de humo y sorbos de zumo dorado. Recuerdo una maroma como un columpio improvisado colgando de una rama horizontal sobre un arroyo escuálido. Recuerdo balancearme como un mono en la selva amazónica. Quizá los árboles fueron nuestro primer refugio contra las fieras hambrientas, en ellos siempre me sentí seguro.