CRÓNICAS DE MALÍ Y BURKINA FASO

EL PAÍS DE LOS DOGONES Y LA REGIÓN DEL SAHEL

Crónica escrita por FERRAN ALEXANDRI y publicada en la revista MUNTANYA número 915
Un viaje al tuétano del África occidental, dominada por la ecorregión del Sahel, franja de confluencia de antiguos y avanzados reinos, de etnias genuinas y tradiciones ancestrales, en un paisaje duro, apasionante, extraordinario.

Quien se apasiona por un paisaje, ya está perdido! Verdad limpia y clara. Esto es lo que nos pasó en este viaje, a caballo entre la naturaleza y la cultura, que nos permitió redescubrir dos países africanos hoy en día poco frecuentados: Burkina Faso y Malí. Ubicados en una de las regiones más auténticas de la Tierra: el Sahel. Una ecorregión que va del Atlántico al mar Rojo, que atraviesa todo el continente africano de lado a lado, en un área de transición entre la sabana arbolada del sur y el desierto del Sahara en el norte. Sin muchos relieves, salvo algunas llanuras aisladas, nos encontramos sin embargo en una región histórica de reinos antiguos, los que tenían el control de todas las rutas comerciales del desierto.

El patrimonio de la humanidad también está en África, en las ciudades malienses de Djenné, famosa por su gran mezquita hecha de adobe, o bien Mopti, ya a las orillas del Níger, el tercero de los grandes ríos africanos, hogar de la etnia bozo, pero también amalgama de culturas y comunidades. La culminación, sin embargo, llega con el país de los lejanos dogones, que viven en los acantilados de Bandiagara, conocidos por sus tradiciones antiquísimas. No podemos obviar, tampoco, en esta extensa región tan importante para el comercio, la visita de mercados singulares y auténticos, como el de Gorom-Gorom, punto de encuentro de tantas y tantas etnias extraordinarias.

Guardaos, pero, del clima de esta región del norte de Burkina Faso y el sur de Malí, porque es tropical. Seco de noviembre a mayo, época en que la aridez se acentúa por influencia del viento del desierto, lluvioso durante el resto del año. La temperatura del pasado abril, cuando corremos por estas tierras, es horrorosa y a veces sobrepasa los 40ºC. Sin embargo, tenemos la ventaja de la ausencia de mosquitos y, por tanto, del peligro de la malaria.
Un grupo de hombres cuida un rebaño de bueyes a las afueras de Ouagadougou, en una extensa y aislada planicie
(© Ferran Alexandri)
Una escena de la vida en Ouagadougou, la capital de Burkina Faso
(© Toni Vives)

LA TIERRA DE LOS HOMBRES ÍNTEGROS

Ouagadogou, popularmente conocida como Ouaga, es la capital de Burkina Faso. Está situada en una meseta, en el centro del país, a 300 m de altitud. A primera vista, la ciudad es una aglomeración de casas abrumadora, sin amenidad, de un paisaje caliente, poliédrico. Ouaga, sin embargo, es una ciudad curiosa porque siempre hay gente por todas partes pasando el rato, noche y día. No podemos decir que sea una ciudad preciosa, pero es un estallido de colores vivísimos, de un calor penetrante, de un olor densa, peculiar. Estamos en un país, en general, demasiado poblado, demasiado grande y demasiado pobre. Pero rico de cultura y naturaleza, inmensamente formidable.

Esta gente, que todo el día van arriba y abajo, forman una diversidad étnica, donde los Mossi son el grupo predominante. En épocas pasadas (los Mossi provienen de un antiguo reino que se remonta al siglo XII) formaban una sociedad muy jerarquizada, con los oficios de forjadores, joyeros, ceramistas, mientras que las mujeres se ocupaban de la agricultura, y el grupo de los fulbes, del ganado. Esta fue y es una tierra de hombres íntegros, porque Burkina en la lengua mossi significa ‘hombres íntegros’, y faso en lengua dioula significa ‘tierra, patria’. Desgraciadamente, hoy en día Burkina Faso es uno de los de los países más pobres del mundo y la gente depende apenas de la agricultura para subsistir, que se complica en las épocas de sequía. De bueyes, ovejas y cabras viven los pueblos nómadas.

El paisaje tiene dos formas de ser: un relieve suave y ondulado, con comas lejanas y solitarias, y una región más maciza, donde está el monte Ténakourou (749 m), la máxima altitud; pero en general Burkina Faso es un país fundamentalmente llano, al menos sin muchas montañas prominentes. De hecho, podemos decir que es un país formado por una meseta rocosa, de 200 a 300 m de altitud media, surcado por los valles de los ríos.

Vueltas, de cursos irregulares y no navegables. La ruta por carretera (sólo el 16% son asfaltadas) nos muestra este paisaje monótono y árido, llano, típico de la sabana y el bosque claro, con árboles dispersos, de entre los que destaca el karité, del que se obtiene la famosa grasa de la nuez, de propiedades hidratantes, usado desde tiempos inmemoriales.

Este paisaje inicial tuvo para nosotros una atracción viva, que crecería cada día de una manera sorprendente. Esta tierra y la gente que vive forman uno de los parajes más curiosos y extraordinarios que tendríamos la oportunidad de conocer.

La ruta nos sorprende, en una breve parada, con una especie de poblado donde unos pocos hombres y muchos niños cuidan de un rebaño de bueyes de cuernos estilizados, ondulados y largos. Los grandes, ataviados con una especie de camisa larga por encima de los pantalones y con un pañuelo en la cabeza en forma de turbante, de estilo tuareg, de colores muy llamativos, nos reciben amablemente y se dejan retratar.
El puerto de Mopti, en la ribera del Níger, es un importante centro comercial del Sahel
(© Ferran Alexandri)
La mezquita de la antiga ciudad de Djenné (Malí) es Patrimonio de la Humanidad
(© Ferran Alexandri)

MOPTI, A LAS ORILLAS DEL NÍGER

Pasamos la frontera en un control aduanero. Encontramos bastantes controles policiales durante la ruta, lo que infunde cierta confianza. Entramos en Malí sin cambiar de paisaje. Malí, sede de grandes imperios durante la antigüedad, es hoy el séptimo país más extenso de África. Carreteras áridas y calor ardiente hasta que llegamos a la ciudad de Mopti, a las orillas del Níger, el tercero de los ríos más grandes de África, después del Nilo y el Congo.

Mopti es la capital de la quinta región administrativa, el centro comercial y el puerto más importante del país, en la confluencia de dos ríos: el Níger y el Bani, encima de tres islas unidas por diques, habitadas de antiguo. Por eso también la llaman la Venecia de Malí. La etnia bozo (casi 40.000 individuos) vive en las orillas de estos ríos, donde practican la pesca y el cultivo. Junto con los dogones, no demasiado lejos de aquí, son los habitantes más antiguos de Malí.

Lo que más atrae el viajero es el puerto, los diversos mercados, la mezquita de adobe y el placer de navegar por el Níger y recorrer a pie los pequeños poblados de pescadores que se encuentran por las islas. Es bien interesante este puerto, con las barcas y botes bien alineados, donde llegan todo tipo de mercancías. Cada jueves, los comerciantes tienen una cita en un mercado donde se hablan todas las lenguas nativas de Malí, donde se practica el intercambio, según las tradiciones antiguas. Este es el espíritu de Mopti, lleno de tolerancia, de humor, de respeto al otro, de intercambio y comercio.

Salimos a las 6 de la mañana para ir con una de estas barcas originarias por el río Níger hasta que desembarcamos en la isla de Kakolodaga. Paseamos por la isla hasta el poblado, todo hecho de adobe, el ladrillo sin cocer, secado al sol, del que destaca el omnipresente mezquita porque es el edificio más grande. Aquí vive la gente más pobre, los niños si no van desnudos llevan harapos. Los más pequeños se asustan de ver el hombre blanco, que no han visto nunca, y lloran enseguida. Los demás nos siguen en fila y los hacemos gritar, jugando con ellos.
 

DJENNÉ, LA CIUDAD DE BARRO

Dejamos Mopti y nos dirigimos hacia Djenné, situada en el delta interior del Níger. La llegada a estas dos ciudades ha supuesto un viaje largo y cansado, en medio del polvo de las carreteras de tierra y temperaturas extremas. Pero al llegar, de repente cambia nuestro ánimo. Estamos en el corazón del África negra, en uno de los lugares más sorprendentes y fascinantes del mundo.

A Djenné hay que ir en lunes porque es el día de mercado. Un montón de toldos azules, negros y blancos hacen sombra a un mercadeo que se cobija bajo un sol implacable, bajo un calor densa, de un olor penetrante. Mujeres ataviadas con vestidos de colores, de estampados llamativos, sentadas en el suelo o en un taburete, venden de todo: especias, fruta, pescado seco y todo un montón de cosas diversas, que no podríais imaginar.

La plaza está justo delante de la gran mezquita, el edificio de adobe más grande del mundo y uno de los monumentos más conocidos de África, declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en 1988, junto con el centro histórico de la ciudad. De hecho, Djenné es un enclave comercial histórico, porque con Toumbouctu y Mopti, fue una de las grandes ciudades de Sudán. Fundada en el siglo IX, tuvo su apogeo con el comercio entre los siglos XIV-XVI. Cuando Djenné se islamizó hacia el año 1106, se construyó la gran mezquita, que se convirtió en el monumento más representativo de la arquitectura sudanesa. Destruida varias veces, la actual es de principios del siglo XX. De las paredes sobresalen todo de troncos bien dispuestos, que sirven para trepar por reparar la pared de barro, tarea que debe hacerse cada año.

Djenné es bonita por sus calles tortuosas, rodeadas de casas de barro, de pocos pisos, que se confunden con la tierra del país. La influencia del arte dogón ya la podemos observar en los relieves de las puertas y las ventanas de las casas, donde hay esculpidas figuras humanas. Estos callejones son un laberinto magnífico por donde vale la pena perderse, acompañados siempre de los niños y de algún natural mayor que nos sigue atraído por nuestro aspecto, para hacerse una fotografía y para ver si puede llevarse alguna propina. Mientras tanto, un par de chicos aprovechan una sombra ligera para trabajar en el mantenimiento de las casas: ensartados en una escalera de madera rudimentaria, rebozan de barro una pared. Subimos a continuación a la azotea de una casa, donde vemos claramente la extensión de esta ciudad: un mar de tejados de color canela, cuadrados o rectangulares, con alguna parabólica perdida. Destaca la sencillez de las formas, de vez en cuando rota por alguna ondulación de barandillas de barro de las azoteas, que hacen una cenefa.
Poblado dogon de Benimatou (Malí), situado encima del altiplano de Bandiagara (© Ferran Alexandri)

LOS ACANTILADOS DE BANDIAGARA, EL PAÍS DE LOS DOGONES

Partimos hacia el país de los dogones, que encontraremos asentados en la región montañosa de los acantilados de Bandiagara, una larga cadena de areniscas en la parte sur-occidental del Alto Níger. El terreno es accidentado, roto, rocoso y con cuevas, lo que ha obligado a este pueblo a adaptarse a la tierra. Aúnque la cultura dogón y la belleza natural de esta región han atraído al turismo en las últimas décadas, hoy en día no se ve a ningún blanco.

Paramos en Teli, un poblado de la falla de Bandiagara, el lugar más conocido y emblemático de la tierra de los dogones, debido al gran risco hueco con construcciones troglodíticas. Llegamos de noche. Cenamos. Dormimos en la azotea de una casa de adobe, al fresco cálido. Al día siguiente nos levantamos al amanecer, cuando el calor empieza a morder. Quienes lo quieren toman una ducha africana, que consiste en lanzarse por encima tazas de agua de un bidón. Con el permiso del líder espiritual, un noble anciano que ataviado con ropa de saco, con todo de huesos, cuernos y calaveras de animales colgando; un tarot llamativo y una lanza en la mano, nos dirigimos hacia el acantilado, presidido por una gran gruta llena de casetas antiguas, algunas ruinosas. De hecho, este acantilado es el límite de una meseta de gres, que domina una extensa llanura arenosa con vegetación diseminada de sabana, típica de toda la región del Sahel africano, de donde destaca el baobab, el árbol volteado, y donde se disponen los antiguos poblados. Parece que el hecho de construir el poblados en lugares inaccesibles, entre las paredes de los acantilados, se debe a una estrategia de defensa.

Dentro de la cueva hay silos de adobe y pequeños habitáculos antiguos, ahora abandonados, que son parte del patrimonio arqueológico de los tellems, predecesores de los dogones. Aquí se llevaban los jóvenes para el ritual de la circuncisión. Según la cultura dogon, los hombres y las mujeres nacen con los órganos genitales de ambos sexos: el clítoris se considera masculino y el prepucio femenino, y de esta concepción nace la práctica de la ablación de ambos órganos. Hoy, en las paredes del acantilado, los dogones tienen la costumbre de enterrar a los muertos, en tumbas adaptadas a las grietas y los huecos. Los dibujos en relieve de las casetas (la lagartija, la serpiente y el caballero) muestran su simbología antigua, misteriosa y mágica.

Empezamos el trekking y vamos hasta el lugar de Ende, pasando por algunos pequeños poblados que nos muestran la artesanía, sobre todo de esculturas de madera tallada, de máscaras, para vender a hipotéticos viajeros. Son piezas preciosas, de desproporción notable, alargadas, adaptadas al tronco de donde fueron esculpidas. Son muy expresivas, gracias a la alteración de los rasgos del rostro, casi geométricos; la desnudez de las formas se contrapone una determinada ornamentación, con incisiones sobre la madera. Antiguamente estas creaciones tan llenas de simbología oculta no las hacían para mostrarlas, sino para estar dentro de los santuarios. Hoy en día, si tienen suerte, representan un pequeño ingreso para esta gente. Con un telar muy rudimentario, hecho con cuatro troncos y una lanzadera de mano, también hacen telas de algodón, de un azul bellísimo, estampadas a mano con la técnica batik, que aunque originariamente viene de Asia, también son bastante típicos de Burkina Faso y Malí.

Por el camino, bajo la escasa sombra de los baobabs, hemos encontrado un grupo de mujeres con sus trajes relucientes que improvisan una danza para nosotros. Seguimos el camino de la falla de Bandiagara a través de una avenida de árboles invertidos, bordeando el acantilado hasta el paso que nos permitirá remontarlo, para subir a la meseta, al poblado Benimatou. Es raro el baobab, grande como una catedral. De repente me vinieron las palabras del principito de Saint-Exúpery: «¡Criaturas! ¡Parad los baobabs! » Como aquel muchacho a su minúsculo planeta, nosotros íbamos descubriendo también esta tierra, paso a paso.

Benimatou es el poblado dogon más encumbrado porque está justo arriba de la meseta. Se accede a través de un paso estrecho entre montañas, entre rocas monolíticas y torreznos. Estamos en una zona ideal para los escaladores. Aquí es donde escaló Catherine Destivelle en estilo free solo. Un plano escondido nos descubre un pequeño campo de cultivo. Enfilamos la última costa y llegamos al poblado. Un montón de casas de adobe y piedra seca nos regalan la paz de un plácido atardecer: el color canela, los techos de brezo, una tierra árida, rota sólo por el verde del árbol de karité y las formas nerviosas del baobab. Unos niños de corta edad, con camisetas del Barça y de otras marcas nos reciben curiosos, asombrados, sonrientes. Las mujeres faenan, batiendo el mijo con un palo de madera, como una gigantesca mano de mortero, al tiempo que unas gallinas jóvenes picotean las migajas en un suelo de piedra, impoluto. Incrustado en la pared de barro de una caseta hay varias calaveras de simio y un mono grande que ha dejado su piel, secándose al sol, haciendo la competencia a un lagarto decapitado, grande como un cocodrilo. De nuevo la simbología dogon, extraña, cruda, profundamente arraigada en la naturaleza.
La toguna de Ende reposa sobre ocho pilares de madera con formas humanas
(© Toni Vives)
Las danzas tradicionales, con máscaras y rituales mágicos, son una de las costumbres más genuinas de los dogones
(© Toni Vives)

DOGON, UNA CULTURA EN PELIGRO DE EXTINCIÓN

Bandiagara es una meseta de gres rojizo situado al sur del meandro más grande del río Níger. La llanura se encuentra a 500 m de altura y termina de manera abrupta en un risco vertical que cae 175 m. La longitud del acantilado es de 190 km y se orienta hacia el sureste sobre una llanura de típica vegetación saheliana. Desde 1989 que la zona de Bandiagara está inscrita en la lista del Patrimonio Mundial de la UNESCO. Motivos no faltan: paisajes excepcionales y rasgos geológicos y arqueológicos únicos. Pero lo que hace que el lugar sea uno de los más admirables de África occidental es la presencia de la población dogon. El país de los dogones ocupa 400.000 hectáreas con un total de 289 pueblos, repartidos entre las tres regiones naturales: la meseta, los acantilados y las llanuras inferiores. La relación de los dogones con su entorno es esencial y marca sus tradiciones, creencias, rituales, arte y arquitectura.
Las cuevas que forman la base de los riscos habían sido habitadas por los tellems, un pueblo pigmeo que vivió desde 500 años aC. A lo largo de muchos siglos desarrollaron una cultura que se caracterizó por las creaciones artísticas cargadas de simbolismo, en forma de pinturas rupestres, tallas de madera y una arquitectura original. La llegada precipitada de los dogones en el siglo XIV, huyendo de la islamización del reino mandinga (origen del imperio de Malí), provocó la expulsión y posterior desaparición de los tellems. Los dogones adoptaron el estilo artístico y la simbología dejada por los tellems y a partir de entonces fomentaron una cultura propia.

Las creencias animistas de los dogones fueron recreando su mitología con excelentes pinturas representando al cocodrilo, al chacal y al zorro. Las tallas de madera muestran hombres y mujeres figurando los antepasados. También, y de manera muy original, la disposición de sus poblados es la base de los mitos religiosos. La estrecha conexión con el entorno se expresa en los rituales y en las costumbres sagradas ligadas a la concepción de la vida y la muerte.

La arquitectura dogon ha construido las edificaciones con paredes de adobe, techos de paja y pilares esculpidos de madera. Las viviendas y los graneros son sencillos, pero las ventanas y las puertas de madera están bien trabajadas. Destaca la construcción en cada pueblo de la toguna o lugar de reunión de los notables, edificio rectangular orientado a los cuatro puntos cardinales, que se aguanta sobre ocho pilares de madera de forma humana, representando cuatro hombres y cuatro mujeres, los primeros hijos del creador llamado Amma.

El poblado es la personificación del mito de la creación. Se extiende de norte a sur en forma de persona tumbada en el suelo. Las casas de la menstruación serían las manos. La toguna o casa del consejo es la cabeza. Las ginnao o casas familiares forman el pecho y el vientre. Los altares son los pies. El altar fundacional tiene forma de falo y, por respeto, queda fuera del pueblo; pero donde debería haber los genitales, se sitúa la lannea o piedra de moler, que tiene el significado de la vagina.

Las máscaras de madera son otro rasgo distintivo de los dogones. Se utilizan en celebraciones, funerales y ceremonias de culto a los antepasados. Hay varios tipos de máscara, la más importante es la iminana o gran máscara; tiene forma de serpiente de cabeza rectangular tallada en una madera plana y puede alcanzar los diez metros de altura.
Segurament, aquest és líder espiritual del poblat de Teli, al país dels dogons
(© Ferran Alexandri)
Cada sesenta años se corta una nueva iminana y para presentarla se hace una gran fiesta que reúne dogones venidos de todas partes. Otras máscaras representan pájaros y otros animales y alguna quiere ser la cara de un anciano. Los danzantes que llevan las máscaras cambian su identidad por la de la simbología que lucen y siguen coreografías que varían en función de la ceremonia.

Los dogones sobrevivieron a la irrupción del imperio Songhai a principios del siglo XVI. También asimilaron a su manera la penetración del islam y el cristianismo en sus comunidades a base de combinar el animismo con las nuevas creencias. Hoy en día encontramos algunos grupos tribales divididos en sociedades cristianas, musulmanas y animistas, pero con un nexo común que es el sustrato de los rituales primitivos.

El gran peligro para la supervivencia de los dogones proviene de fenómenos socioeconómicos y de la transformación del medio ambiente. Hay un éxodo constante hacia las zonas urbanas forzado por el cambio climático que provoca sequías persistentes que duran años. Alguna vez, una lluvia torrencial contribuye a erosionar el terreno y permite el avance de la desertificación. Aún podemos disfrutar del paisaje y de los poblados dogones y convivir con su gente, pero todo hace pensar que tienen un futuro incierto. Os animamos a visitarlos, todavía estamos a tiempo.

Toni Vives

DORI Y EL MERCADO DE GOROM-GOROM

En una ruta dura, de 500 km, entre carretera asfaltada y pista, saldremos de Malí y del país de los dogones para entrar nuevamente en Burkina Faso, en dirección a la ciudad de Dori, la capital de la província llamada también Sahel. El norte de Burkina Faso es territorio de los fulbes, el pueblo nómada más grande del mundo, de origen oscuro, conocidos también con el nombre de fulanis o peuls. Tienen la piel de color caoba, más clara, de nariz aguileña pero no ancha y chata, de ojos rasgados y cabello fino.

Cerca de Dori, en uno de los lugares más olvidados de este nuestro planeta, hacemos una parada en Markoye, un curioso mercado de ganado. ¿Qué os diré de este mercado para que os llevéis la esencia verdadera? Pues que si estos rebaños de bueyes de cuernos grandes y de indefensas cabras fueran vacas, diríamos que hace mucho tiempo hubo una vaca ciega, avanzando maquinalmente por el camino del agua; después vendría la vaca de la mala leche, pero estas de Markoye, si lo fueran, serían las vacas de la inmensa paciencia y la resignación, a la espera de ser vendidas bajo un sol de plomo, y un calor que quiere detenerse los 45ºC.

Llegamos después a Bani, un pueblo a los límites de la provincia, conocido por las nueve mezquitas que no miran hacia la Meca. Se ve que han sido construidas por un santón local, de las que destaca una gran mezquita de barro, aislada en el campo saheliano, con unos dibujos y formas bien curiosas, que recuerdan los símbolos dogones. Los niños del ladrillo, el barro y el polvo, de mirada tierna, a menudo alegre, barrean en un charco, hundidos hasta las rodillas, jugando, divirtiéndose, trabajando para hacer una masa homogénea que hará ladrillos de adobe nuevos para la mezquita.

Para terminar este periplo, vamos a embelesarnos en el mercado que debe ser la meta de todo aventurero: Gorom-Gorom. Un lugar perdido, un pueblo humilde, con casas de tierra y unos pocos habitantes. Ahora bien, hay un día a la semana que Gorom-Gorom se convierte en el centro del mundo. Ese día es el jueves, cuando se levanta uno de los mercados más espectaculares de todo el oeste de África, crisol de etnias de tres países diferentes: Burkina Faso, Malí y Níger. Todo el mundo se reúne para vender sus productos, donde destacan a primera vista, relucientes y nuevas, las grandes ollas de barro songhai, de una sencillez sublime. Unos encantos olvidados, de proporciones ciclopicas. Cada uno ocupa su lugar y hace su trabajo. Hombres y mujeres y niños.

Mossis, fulbes, songhai o tuaregs, la mayoría venidos de muy lejos, pasean con su vestimenta tradicional, mercadeando. Los unos con túnicas largas de telas suaves y colores intensos, frías, con pañuelos larguísimos, oscuros, alrededor de la cabeza y del cuello; las mujeres, con sus vestidos de arabescos. Ropas muy bonitas y coloristas, que cubren de manera oportuna e impecable la elegancia de ser negro.
La mezquita de barro de Bani, al norte de Burkina Faso, está adornada con una simbología que recuerda el arte de los dogones
(© Toni Vives)

FERRAN ALEXANDRI

(Barcelona, 1966) es profesor y editor, licenciado en filología catalana por la Universitat de Barcelona (1990). Excursionista, espeleólogo y viajero. Ha publicado Turisme tranquil 1 y Turisme tranquil 2 (2006), dos volúmenes con 90 itinerarios de montaña y 90 establecimientos (refugios, monasterios y casas rurales) de Cataluña. En el terreno de la espeleología ha publicado Excursions a l’interior de la terra (2011), una guía para conocer diferentes cuevas y simas de nuestro país. Sobre comarcas y parajes de Cataluña, es autor de dos obras: 1001 curiositats dels Pirineus catalans (2016) y 1001 curiositats del romànic català (2018), una colección dentro de la cual actualmente está redactando las 1001 curiositats dels parcs naturals catalans. Desde el 2004, es el director y editor de la revista Muntanya del Centre Excursionista de Catalunya, donde ha publicado diversas entrevistas a montañeros y alpinistas, y también numerosos artículos y reportajes, tanto de lugares de la Península como de montañas lejanas de los países donde ha viajado.
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