El otro día conocí a un saltador base. Un hombre pájaro. Lo primero que se me ocurrió decirle cuando oí que al día siguiente iba a saltar la tétrica muralla Norte del FRARE GROS, fue preguntarle si no encontraba que la estadística de esa pasión era terrible. Una amiga se me quejaba disgustada: La estadística, ¡qué tontería! -me decía con la vehemencia de quien debe convivir sin poder ni querer luchar contra la pasión de un compañero que ama.
Jugamos, pensaba, cerca de la línea que separa la zona de confort de una vida que podemos considerar normal, cerca del espacio de riesgo en el que nos exponemos a sufrir accidentes graves o mortales. Pero allí, lejos de la confortabilidad que nos ofrecen nuestros sofás frente a la caja tonta, nos ganamos la felicidad a pulso. La escalada, el alpinismo, el parapente, el submarinismo, el kitesurf, el esquí extremo, el solo integral o el salto base nos sitúan cerca e incluso por encima de esta línea. Podemos ser prudentes, técnicamente impecables, sí, pero no dejamos de acercarnos a ese espacio de incertidumbre, a esa línea fina que separa la vida de la muerte.